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para todos aquellos fanaticos de las historias de ficcion y los vampiros en este blog publicare los libros de la exitosa saga que a arrasado por EEUU cronicas vampiricas (de la serie vampires diarie)...


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lunes, 18 de enero de 2010

CONFLICTO-- CRONICAS VAMPIRICAS-- CAPITULO 4

–Pero tiene que verle un médico. ¡Parece como si se estuviera
muriendo! –dijo Bonnie.
–No puede. No puedo explicarlo justo ahora. Llevémosle a
casa, ¿de acuerdo? Está mojado y se está helando aquí fuera.
Luego podemos discutirlo.
La tarea de conducir a Stefan a través del bosque fue
suficiente para ocupar la mente de todo el mundo durante un
rato. Permaneció inconsciente, y cuando por fin lo
depositaron sobre el asiento trasero del coche de Matt,
estaban todos magullados y agotados, además de mojados por
haber estado en contacto con sus ropas empapadas. Elena
sostuvo su cabeza en su regazo mientras se dirigían a la casa
de huéspedes. Meredith y Bonnie les siguieron.
–Veo luces encendidas –dijo Matt, parando frente al enorme
edificio rojo óxido –. Debe de estar despierta. Pero la puerta
probablemente está cerrada con llave. Elena depositó con
suavidad la cabeza de Stefan en el asiento, salió del coche y
observó que una de las ventanas de la casa se iluminaba más
al apartarse una cortina. A continuación vio aparecer una
cabeza y unos hombros en la ventana, inclinados hacia abajo.
– ¡Señora Flowers! –gritó, agitando la mano –. Soy Elena
Gilbert, señora Flowers. ¡Hemos encontrado a Stefan, y
tenemos que entrar!
La figura de la ventana no se movió ni dio muestras de
haberla oído. Sin embargo, por su postura, Elena se dio
cuenta de que seguía mirando abajo hacia ellos.
–Señora Flowers, tenemos a Stefan. –Volvió a llamar,
haciendo señas hacia el interior iluminado del coche –. ¡Por
favor!
–¡Elena! ¡Ya está abierta!
La voz de Bonnie flotó hasta ella desde el porche delantero,
distrayendo a Elena de la figura de la ventana. Cuando volvió
a mirar arriba, vio que las cortinas volvían a caer a su lugar, y
luego la luz de aquella ventana del piso superior de apagó
bruscamente. Era extraño, pero no tenía tiempo para pensar
en ello. Meredith y ella ayudaron Matt a alzar a Stefan y
ascender con él los peldaños de la entrada.
Dentro, la casa estaba oscura y silenciosa. Elena condujo a sus
compañeros arriba por la escalera situada justo frente a la
puerta, hasta el segundo rellano. Desde allí penetraron en un
dormitorio, y Elena indicó a Bonnie que abriera la puerta de
lo que parecía un armario. Ésta mostró otra escalera, muy
poco iluminada y estrecha.
–¿Quién dejaría… la puerta principal sin cerrar con llave…
después de todo lo que ha sucedido últimamente? – gruñó
Matt mientras acarreaban el inerte peso –. Debe de estar loca.
–Sí que está loca –dijo Bonnie desde arriba, abriendo de un
empujón la puerta de lo alto de la escalera –. La última vez
que estuvimos aquí habló de las cosas más fantásticas… –Su
voz calló con una exclamación ahogada.
–¿Qué sucede? –preguntó Elena.
Pero cuando alcanzó el umbral de la habitación de Stefan lo
vio por sí misma. Había olvidado el estado en que se había
hallado la habitación la última vez que la había visto. Baúles
repletos de ropa estaban volcados o caídos de costado, como
si alguna mano gigante los hubiese arrojado de una pared a
otra. El contenido estaba desperdigado por el suelo, junto con
objetos procedentes del tocador y las mesas. El mobiliario
estaba volcado, y una ventana estaba rota, dejando penetrar
el viento helado. Sólo había una lámpara encendida, en una
esquina, y sombras grotescas se alzaban hacia el techo.
–¿Qué ha sucedido? –Preguntó Matt
Elena no respondió hasta que hubieron tendido a Stefan
sobre la cama.
–No lo sé con seguridad –respondió, y eso era cierto, aunque
no demasiado
–. Pero ya estaba así anoche. Matt, ¿quieres ayudarme?
Necesita secarse.
–Localizaré otra lámpara –dijo Meredith, pero Elena la atajó
rápidamente.
–No, ya vemos bien. ¿Por qué no intentas encender el fuego?
Sobresaliendo de uno de los baúles había una baya de tela de
toalla de un color oscuro. Elena la cogió, y Matt y ella
empezaron a quitarle a Stefan las ropas mojadas y pegadas al
cuerpo. Ella se dedicó a quitarle el suéter, pero una fugaz
visión de su cuello fue suficiente para inmovilizarla
–Matt, ¿podrías… podrías darme esa toalla?
En cuanto él se volvió, ella le quitó el suéter pasándolo por
encima de la cabeza y rápidamente lo envolvió en la bata.
Cuando Matt regresó y le entregó la toalla, rodeó la garganta
de Stefan con ella como si fuera una bufanda. El corazón le
latía muy rápido y su mente trabajaba a toda velocidad. No
era de extrañar que estuviera tan débil, tan exánime. Cielos.
Tenía que examinarle, ver hasta qué punto estaba mal. Pero
¿cómo podía hacerlo, con Matt y las otras chicas allí?
–Voy a buscar un médico –dijo Matt con voz tensa, los ojos
puestos en el rostro de Stefan –. Necesita ayuda, Elena.
A la muchacha le entró el pánico.
–Matt, no…, por favor. Tiene… tiene miedo a los médicos. No
sé lo que sucedería si trajese a uno aquí.
Una vez más, era verdad, si bien no toda la verdad. Tenía una
idea de lo que podía ayudar a Stefan, pero no podía hacerlo
con los otros allí. Se inclinó sobre el muchacho, frotando sus
manos entre las suyas, intentando pensar. ¿Qué podía hacer?
¿Proteger el secreto de Stefan aunque le costara la vida? ¿O
traicionarle para poder salvarle? ¿Realmente salvaría a Stefan
que se lo contara a Matt, Bonnie y Meredith? Miró a sus
amigos, intentando imaginar su respuesta si averiguaban la
verdad sobre Stefan Salvatore. No servía de nada. No podía
arriesgarse. El impacto y el horror del descubrimiento casi
habían hecho enloquecer a Elena. Si ella, que amaba a Stefan,
había estado dispuesta a huir gritando de su lado, ¿qué harían
aquellos tres? Y luego estaba el asesinato del señor Tanner.
¿Podrían creer en su inocencia? ¿En lo más profundo de sus
corazones sospecharían siempre de él?
Cerró los ojos. Era sencillamente demasiado peligroso.
Meredith, Bonnie y Matt eran sus amigos, pero esto era una
cosa que no podía compartir con ellos. En todo el mundo
existía nadie a quien confiar aquel secreto. Tendría que
guardarlo sola. Se irguió y miró a Matt.
–Tiene miedo de los médicos, pero una enfermera podría
servir. –Volvió la cabeza hacia donde Bonnie y Meredith
estaban arrodilladas ante la chimenea –. Bonnie, ¿qué hay de
tu hermana?
–¿Mary? –Bonnie echó una ojeada a su reloj –. Tiene el
último turno en el hospital esta semana, pero probablemente
ya estará en casa a estas horas. Sólo que…
–Entonces, eso lo soluciona. Matt, ve con Bonnie y pedid a
Mary que venga aquí y eche una mirada a Stefan. Si cree que
necesita un médico, no discutiré más.
Matt vaciló, luego resopló con fuerza.
–De acuerdo. Sigo pensando que te equivocas, pero…,
marchémonos, Bonnie. Vamos a violar unas cuantas leyes de
tráfico.
Mientras se dirigían hacia la puerta, Meredith se quedó de pie
junto al a chimenea, observando a Elena con serenos ojos
oscuros. Elena se obligó a sostenerle la mirada.
–Meredith…, creo que deberíais marchar todos.
–¿Eso crees?
Aquellos ojos oscuros permanecieron puestos en los de ella
con firmeza, como si intentaran abrirse paso al interior y leer
su mente. Pero Meredith no hizo ninguna pregunta. Tras un
instante, asintió y siguió a Matt y a Bonnie sin decir una
palabra. Cuando Elena oyó que la puerta del final de la
escalera se cerraba, enderezó rápidamente la lámpara caída
junto a la cama y la enchufó. Ahora, por fin, podría evaluar las
heridas de Stefan. Elcolor de su tez parecía peor que antes;
estaba literalmente blanco como las sábanas que tenía debajo.
Los labios también estaban blancos, y Elena pensó de repente
en Thomas Fell, el fundador de Fell’s Church. O, más bien, en
la estatua de Thomas Fell, tendida junto a la de su esposa
sobre la tapa de piedra de su tumba. Stefan tenía el color de
aquel mármol.
Los cortes y los tajos de las manos aparecían de un morado
lívido, pero ya no sangraba. Le giró la cabeza con suavidad
para mirar su cuello. Y allí estaba. Se tocó el costado de su
propio cuello automáticamente, como para verificar el
parecido. Pero las marcas de Stefan no eran punciones
pequeñas; eran profundos desgarrones salvajes en la carne.
Parecía como si le hubiera atacado un animal que hubiese
intentando desgarrarle la garganta. Una furia candente
recorrió de nuevo a Elena. Y con ella, odio. Se dio cuenta de
que, a pesar de su repugnancia y rabia, no había odiado
realmente a Damon antes. No en realidad. Pero en aquel
momento…, en aquel momento, le odiaba. Le detestaba con
una emoción tan intensa como no había sentido nunca por
nadie más en toda su vida.
Quería lastimarlo para hacerle pagar. De haber tenido una
estaca de madera en aquel momento, la habría clavado en el
corazón de Damon sin la menor compunción. Pero justo
ahora tenía que pensar en Stefan, que estaba tan
aterradoramente inmóvil. Aquella era lo más duro de
soportar, la falta de determinación o resistencia en su cuerpo,
el vacío. Eso era. Era como si hubiera abandonado su cuerpo
y la hubiese dejado con un recipiente vacio.
–¡Stefan!
Zarandearle no servía. Con una mano en el centro de su frío
pecho, intento detectar un latido. Si lo había, era demasiado
débil para percibirlo.
“Mantén la calma, Elena”, se dijo, haciendo retroceder la
parte de su mente que quería dejarse llevar por el pánico. La
parte que le decía: “Y si está muerto? ¿ Y si está realmente
muerto, y nada de lo que puedas hacer lo salvará?”.
Paseando la mirada por la habitación, vio la ventana rota.
Fragmentos de vidrio yacían en el suelo debajo de ella. Fue
hacia allí y tomó uno, advirtiendo cómo centelleaba a la luz de
las llamas. Una cosa hermosa, con un filo como el de una
cuchilla, se dijo. Luego deliberadamente, apretando los
dientes, se cortó el dedo con él. El dolor le hizo lanzar un grito
ahogado. Al cabo de un instante, la sangre empezó a brotar de
la herida, goteando por su dedo igual que cera en una
palmatoria. Rápidamente, se arrodilló junto a Stefan y acercó
el dedo a los labios del joven. Con la otra mano, sujetó con
fuerza su mano insensible, percibiendo la dureza del anillo de
plata que llevaba. Inmóvil como una estatua, permaneció
arrodillada y aguardó. Casi le pasó por alto el primer
minúsculo temblor de respuesta. Tenía los ojos fijos en su
rostro, y captó el apenas perceptible movimiento ascendente
del pecho sólo en su visión periférica. Pero entonces, los
labios bajo su dedo temblaron y se separaron levemente, y él
tragó de un modo reflejo.
–Eso es –susurró Elena –. Vamos, Stefan.
Las pestañas del muchacho aletearon, y con creciente dicha
sintió que sus dedos devolvían la presión de los suyos. El
joven volvió a tragar.
–Sí
Aguardó hasta que sus ojos pestañearon y se abrieron
despacio antes de echarse ella hacia atrás. Luego tocó
torpemente con una sola mano el cuello alto de su suéter,
doblándolo hacia abajo. Aquellos ojos verdes estaban
aturdidos y entrecerrados, pero se mostraron tan tozudos
como los había visto siempre.
–No –dijo Stefan, la voz un susurro quebrado.
–Tienes que hacerlo, Stefan. Los demás van a regresar y
traerán a una enfermera con ellos. Tuve que aceptar eso. Y si
no estás lo bastante bien para convencerla de que no
necesitas un hospital…
Dejó la frase sin terminar. Ella misma no sabía lo que un
médico o un técnico de laboratorio encontrarían examinando
a Stefan. Pero sabía que él lo sabía, y que le asustaba. Pero
Stefan sólo se mostró más obstinado, volviendo la cabeza
hacía otro lado.
–No puedo –murmuró –. Es demasiado peligroso. Ya tomé…
demasiada… anoche.
¿Era posible que hubiera sido la noche anterior? Parecía que
hubiese transcurrido un año.
–¿Me matará? –preguntó –. ¡Stefan, respóndeme! ¿Me
matará?
–No… –Su voz era hosca –. Pero…
–Entonces tenemos que hacerlo ¡No discutas conmigo!
Inclinándose sobre él, sujetando su mano en la de ella, Elena
sintió la abrumadora necesidad del muchacho y le asombró
que intentara siquiera resistirse. Era como un hombre
hambriento ante un banquete, incapaz de apartar la vista de
los platos humeantes, pero negándose a comer.
–No – repitió Stefan, y Elena sintió que la contrariedad la
invadía.
Stefan era la única persona que había conocido jamás que era
tan tozuda como ella.
–Sí; y si no quieres cooperar me cortaré algo más, como mi
muñeca. Había estado presionando el dedo en la sábana para
restañar la sangre; ahora lo alzó antes él. Las pupilas del
muchacho se dilataron, los labios se abrieron.
–Demasiado… ya –murmuró, pero su mirada permaneció fija
en el dedo, en la brillante gota de sangre en la punta –. Y no
puedo… controlar…
–No pasa nada – susurró ella
Le pasó el dedo por los labios otra vez, sintiendo cómo se
abrían para aceptarlo; luego, se inclinó sobre él y cerró los
ojos. Su boca estaba fría y seca cuando tocó su garganta. La
mano de Stefan sujetó la parte posterior de su cuello mientras
los labios buscaban las dos punciones diminutas que había ya
allí. Elena puso toda su fuerza de voluntad en no retroceder
ante la breve punzada de dolor. Luego sonrió.
Antes, ella había sentido su angustiosa necesidad, si
apremiante ansia. Ahora, a través del vínculo que compartían,
sintió sólo un júbilo y una satisfacción feroces. Una profunda
satisfacción a medida que el hambre se saciaba gradualmente.
Su propio placer provenía del hecho de dar, de saber que
estaba sustentando a Stefan con su propia vida. Percibía la
energía fluyendo al interior del muchacho. Con el tiempo,
notó que la intensidad de la necesidad disminuía. Con todo,
no había desaparecido ni mucho menos, y no pudo
comprenderlo cuando Stefan intentó apartarla.
–Es suficiente –dijo con voz chirriante, obligando a los
hombros de la muchacha a alzarse. Elena abrió los ojos, su
nebuloso placer roto. Los ojos del muchacho eran verdes
como hojas de mandrágora, y en su rostro vio el hambre feroz
del depredador.
–No es suficiente. Todavía estás débil…
–Es suficiente para ti.
Volvió a empujarla lejos, y ella vio algo parecido a la
desesperación centellar en aquellos ojos verdes.
–Elena, si tomo mucha más, empezarás a cambiar. Y si no te
apartas, si no te apartas de mí ahora mismo…
Elena retrocedió hasta los pies de la cama. Le contempló
incorporarse en la cama y ajustarle la oscura bata. A la luz de
las lámparas, advirtió que la piel había recuperado algo de
color, que un leve rubor barnizaba la palidez. Sus cabellos se
secaban ya, convertidos en un revuelto mar de oscuros
mechones ondulados.
–Te eché de menos – dijo ella en voz baja
El alivio palpitó en su interior de improviso, un dolor que era
casi tan terrible como lo había sido el miedo y la tensión.
Stefan estaba vivo; le hablaba. Todo iba a ir bien, después de
todo.
–Elena…
Sus ojos se encontraron y se vio atenazada por un fuego
verde. Inconscientemente, avanzó hacía él, y luego se detuvo
cuando el muchacho lanzó una carcajada.
–Nunca te había visto con este aspecto –dijo él, y ella bajó los
ojos para mirarse.
Zapatos y pantalones estaban cubiertos de barro rojizo, que
también estaba repartido generosamente por el resto de su
cuerpo. La chaqueta estaba desgarrada y perdía el relleno de
su plumón. No le cupo duda de que su rostro estaba
embarrado y sucio, y, desde luego, sabía que los cabellos
estaban enmarañados y desordenados. Elena Gilbert, el
inmaculado figurín del Robert E. Lee, estaba hecha un asco.
–Me gusta –dijo Stefan, y en esta ocasión ella rió contra él.
Seguían riendo cuando la puerta se abrió. Elena se puso
tensa, muy alerta, tirando del cuello vuelto del jersey
mientras paseaba la mirada por la habitación en busca de
indicios que pudieran traicionarles. Stefan se sentó más tieso
y se lamió los labios.
–¡Está mejor! – cantó alegremente Bonnie al penetrar en la
habitación y ver a Stefan.
Matt y Meredith iban justo detrás de ella, y sus rostros de
iluminaron de sorpresa y satisfacción. La cuarta persona en
entrar era sólo un poco mayor que Bonnie, pero tenía un aire
de enérgica autoridad que contradecía su juventud. Mary
McCullough marchó directa hacia su paciente y alargó el
brazo para tomarle el pulso.
–Así que tú eres el que tiene miedo a los médicos –dijo.
Stefan pareció desconcertado por un instante, luego se
recuperó.
–Es una especie de fobia infantil –dijo, con un tono algo
desconcertado. Miró de soslayo a Elena, que sonrió nerviosa y
le dedicó un leve asentimiento.
–De todas maneras, no necesito uno ahora, como puedes ver.
–¿Por qué no dejas que yo juzgue eso? Tu pulso está bien. De
hecho, es sorprendentemente lento, incluso para un atleta. No
creo que tengas hipotermia, pero sigues estando helado.
Veamos tu temperatura.
–No, realmente no creo que eso sea necesario
La voz de Stefan fue queda, tranquilizadora. Elena le había
oído usar esa voz antes, y supo qué intentaba hacer. Pero
Mary no le hizo el menor caso.
–Descúbrete, por favor.
–Dame. Yo lo haré –Se apresuró a decir Elena, alargando la
mano para tomar el termómetro de la mano de Mary. De
algún modo, mientras lo hacía, el pequeño tubo de cristal
resbaló de su mano y cayó al suelo de madera, donde se partió
en varios pedazos.
–¡Vaya, lo siento!
–No importa –dijo Stefan –. Me siento mucho mejor que
antes y estoy entrando en calor rápidamente. Mary contempló
los trozos del suelo, luego paseó la mirada por la habitación,
dándose cuenta de su revuelto estado.
–Muy bien –dijo, dándose la vuelta con las manos en jarras –.
¿Qué ha pasado aquí?
Stefan ni siquiera pestañeó.
–No gran cosa. La señora Flowers es una ama de llaves
terrible –respondió él, mirándola directamente a los ojos.
Elena quiso echarse a reír, y vio que Mary también. La
muchacha de más edad hizo una mueca y cruzó los brazos
sobre el pecho en su lugar.
–Supongo que es inútil esperar una respuesta clara –dijo –. Y
es evidente que no estás peligrosamente enfermo. Pero te
recomiendo encarecidamente que te hagas un reconocimiento
mañana.
–Gracias –respondió Stefan. Pero Elena advirtió que esto no
era lo mismo que decir que sí.
–Elena, a ti sí parece que no te iría mal un médico –indicó
Bonnie –. Estás blanca como un fantasma.
–Simplemente estoy cansada –dijo ella –. Ha sido un día muy
largo.
–Mi consejo es que te vayas a casa y te metas en la cama… y te
quedes en ella –dijo Mary –. No estás anémica, ¿Verdad?
Elena contuvo el impulso de llevarse una mano a la mejilla.
¿Tan pálida estaba?
–No, sólo estoy cansada –repitió –. Podemos irnos a casa
ahora, si Stefan está bien.
Él asintió tranquilizador, el mensaje de sus ojos sólo para ella.
–Dadnos un minuto, ¿queréis? –dijo a Mary y a los demás, y
éstos salieron a la escalera.
–Adiós. Cuídate –dijo Elena en voz alta mientras lo abrazaba,
y luego susurró –: ¿Por qué no usaste tus poderes con Mary?
–Lo hice – dijo él a su oído, en tono sombrío –. O al menos lo
intenté. Debo de estar débil aún. No te preocupes, pasará.
–Por supuesto que sí – replicó Elena, pero se le hizo un nudo
en el estómago –. ¿Pero estás seguro de que debes quedarte
solo? Y si…
–Estaré bien. Tú eres quien no debería estar sola. –La voz de
Stefan era queda pero apremiante –. Elena, no tuve
oportunidad de advertirte. Tenías razón respecto a que
Damon estaba en Fell’s Church.
–Lo sé. Él te hizo esto, ¿Verdad?
No mencionó que ella había ido en su busca.
–No… lo recuerdo. Pero es peligroso. Mantén a Bonnie y a
Meredith contigo esta noche, Elena. No quiero que estés sola.
Asegúrate de que nadie invite a un desconocido a tu casa.
–Vamos a irnos directas a la cama –prometió Elena,
sonriéndole –. No vamos a invitar a nadie a entrar.
–Asegúrate de ello.
No había en absoluto petulancia en su tono, y ella asintió
despacio.
–Lo comprendo, Stefan. Tendremos cuidado.
–Estupendo. – Se besaron, un mero roce de labios, pero las
manos entrelazadas se separaron sólo de mala gana –. Da las
gracias a los demás –dijo él.
–Lo haré.
Los cinco volvieron a agruparse en el exterior de la casa de
huéspedes, con Matt ofreciéndose a llevar a Mary a casa, de
modo que Bonnie y Meredith pudieran regresar con Elena.
Mary se mostraba todavía claramente suspicaz sobre las idas
y venidas de aquella noche, y Elena no podía culparla.
Tampoco podía pensar. Estaba demasiado cansada.
–Dijo que os diera las gracias a todos vosotros –recordó
después de que Matt se fuera.
–Pues… de nada –dijo Bonnie, separando las palabras con un
tremendo bostezo mientras Meredith abría la portezuela del
coche para ella.
Meredith no dijo nada. La joven había estado muy callada
desde que dejaran a Elena sola con Stefan. Bonnie lanzó un
carcajada de repente.
–Hay una cosa de la que nos olvidamos todas –dijo –. La
profecía.
–¿Qué profecía? –preguntó Elena.
–Sobre el puente. La que decís que yo dije. Bueno, fuiste al
puente y la muerte no estaba esperando allí después de todo.
A lo mejor malinterpretásteis las palabras.
–No – dijo Meredith –. Oímos las palabras correctamente, ya
lo creo.
–Bueno, en ese caso, a los mejor es otro puente. O… mmm…
Bonnie se acurrucó en su abrigo, cerrando los ojos, y no se
molestó en terminar. Pero la mente de Elena completó la
frase por ella. “U otro momento.” Un búho ululó en el exterior
mientras Meredith ponía en marcha el coche.

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