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para todos aquellos fanaticos de las historias de ficcion y los vampiros en este blog publicare los libros de la exitosa saga que a arrasado por EEUU cronicas vampiricas (de la serie vampires diarie)...


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miércoles, 6 de enero de 2010

DESPERTAR-- CRONICAS VAMPIRICAS--CAPITULO 9

Ella no era la reencarnación de Katherine.
Mientras conducía de regreso a la casa de huéspedes bajo la débil
quietud lavanda que precede al amanecer, Stefan pensaba en eso.
Se lo había dicho, y era cierto, pero sólo en esos momentos empezaba a
darse cuenta de cuánto tiempo le había costado llegar a esa conclusión.
Había sido consciente de cada aliento y movimiento de Elena durante
semanas y había catalogado cada diferencia.
El cabello era un tono o dos más claro que el de Katherine, y sus
pestañas y cejas eran más oscuras. Las de Katherine habían sido casi
plateadas. Y era un buen palmo más alta que Katherine. También se movía
con mayor libertad; las chicas de esta época se sentían más cómodas con
sus cuerpos.
Incluso sus ojos, aquellos ojos que lo habían dejado paralizado debido al
sobresalto experimentado al verlos aquel primer día, no eran realmente
iguales. Los ojos de Katherine, por lo general, habían estado muy abiertos,
con un asombro infantil, o, por lo contrario, bajados hacia el suelo, como
era lo correcto para una jovencita de finales del siglo XV. Sin embargo, los
ojos de Elena te devolvían la mirada directamente, te contemplaban con
fijeza y sin pestañear. Y en ocasiones se entrecerraban decididos o en
desafío, como nunca lo habían hecho los de Katherine.
En gracia, belleza y auténtica fascinación eran parecidas. Pero si
Katherine había sido una gatita blanca, Elena era una tigresa de las
nieves.
Mientras pasaba con el coche junto a las siluetas de arces, Stefan reculó
ante el recuerdo que le asaltó inopinadamente. No pensaría en aquello, no
se permitiría...; pero las imágenes se desenrollaban ya ante él. Era como si
el diario se hubiera abierto y no pudiera hacer otra cosa que contemplar
impotente la página mientras la historia se representaba en su mente.
Blanco, Katherine había llevado un vestido blanco aquel día. Un vestido
nuevo de seda veneciana con mangas acuchilladas para mostrar la bella
camisa de hilo que llevaba debajo. Lucía un collar de oro y perlas
alrededor del cuello y pendientes que eran perlas diminutas en forma de
lágrimas.
Se había mostrado encantada con el vestido nuevo que su padre había
encargado especialmente para ella.
Había dado vueltas frente a Stefan, alzando la falda que le llegaba hasta
el suelo con una mano menuda para mostrar la enagua de brocado
amarillo que llevaba debajo.
—Lo ves, incluso lleva bordadas mis iniciales. Papá lo mandó hacer.
Mein lieber Papa...
Su voz se apagó y dejó de dar vueltas, posando lentamente una mano
en el costado.
—Pero ¿qué sucede Stefan? No sonríes.
Él no podía ni intentarlo. Verla a ella allí, blanca y dorada como una
visión etérea, le dolía. Si la perdía, no sabía cómo podría vivir.
Sus dedos se cerraron convulsivamente alrededor del frío metal
cincelado.
—Katherine, ¿cómo puedo sonreír, cómo puedo ser feliz cuando...?
—¿Cuándo?
—Cuando veo cómo miras a Damon.
Ya está, lo había dicho. Prosiguió lleno de dolor:
—Antes de que él viniera a casa, tú y yo estábamos juntos cada día. Mi
padre y el tuyo estaban satisfechos, y hablaban de planes de matrimonio.
Pero ahora los días se acortan, el verano casi ha finalizado..., y pasas casi
tanto tiempo con Damon como conmigo. La única razón por la que mi
padre le permite permanecer aquí es porque tú lo pediste. Pero ¿por qué lo
pediste, Katherine? Pensaba que yo te importaba.
Los ojos azules de la muchacha estaban consternados.
—Claro que me importas, Stefan. ¡Sabes que es así!
—Entonces, ¿por qué interceder por Damon ante mi padre? De no ser
por ti, habría arrojado a Damon a la calle...
—Y yo estoy seguro de que eso te habría complacido, hermanito.
La voz de la puerta era suave y arrogante, pero cuando Stefan se volvió
vio que los ojos de Damon llameaban.
—Ah, no, eso no es cierto —dijo Katherine—. Stefan jamás desearía
verte lastimado.
Los labios de Damon se curvaron, y lanzó a su hermano una mirada
irónica mientras se colocaba junto a Katherine.
—Tal vez no —le dijo a la joven, la voz suavizándose un poco—. Pero mi
hermano tiene razón respecto a una cosa, al menos. Los días se acortan, y
pronto tu padre abandonará Florencia. Y te llevará con él..., a menos que
tengas una razón para quedarte.
A menos que tengas un esposo con el que quedarte. Las palabras no se
pronunciaron, pero los tres las oyeron. El barón le tenía demasiado cariño a su hija para obligarla a casarse contra su voluntad. Al final tendría que
ser la decisión de Katherine, la elección de Katherine.
Puesto que el tema había salido a colación, Stefan no podía permanecer
en silencio.
—Katherine sabe que tendrá que dejar a su padre dentro de poco... —
empezó, haciendo alarde de su información confidencial, pero su hermano
le interrumpió.
—Ah, sí, antes de que el viejo empiece a sospechar —dijo Damon con
indiferencia—. Incluso el más amante de los padres debe empezar a
hacerse preguntas al ver que su hija sólo aparece por la noche.
Enojo y pena embargaron a Stefan. Era cierto, pues: Damon lo sabía.
Katherine había compartido su secreto con su hermano.
—¿Por qué se lo contaste, Katherine? ¿Por qué? ¿Qué ves en él, un
hombre al que no le importa nada que no sea su propio placer? ¿Cómo
puede hacerte feliz si piensa sólo en él?
—¿Y cómo puede hacerte feliz ese muchacho si no conoce nada del
mundo? —interpuso Damon, la voz llena de un desdén cortante como una
cuchilla—. ¿Cómo te protegerá si jamás se ha enfrentado a la realidad? Se
ha pasado la vida entre libros y pinturas; deja que permanezca ahí.
Katherine sacudía la cabeza afligida, con los preciosos ojos azules
empañados por las lágrimas.
—Ninguno de vosotros comprende —dijo—. Pensáis que me puedo casar
e instalarme aquí como cualquier dama florentina. Pero no puedo ser como
las demás damas. ¿Cómo podría tener una casa llena de sirvientes que
vigilaran todos mis movimientos? ¿Cómo podría vivir en un lugar donde la
gente viera que los años no pasaban por mí? Jamás existirá una vida
normal para mí.
Aspiró profundamente y miró a cada uno por turnos.
—Quien elija ser mi esposo debe renunciar a la vida a la luz del sol —
susurró—. Debe elegir vivir bajo la luna y en las horas de la oscuridad.
—Entonces tú debes elegir a alguien que no tema a las sombras —dijo
Damon, y a Stefan le sorprendió la intensidad de su voz.
El muchacho jamás había oído a Damon hablar con tanta seriedad y con
tan poca afectación.
—Katherine, mira a mi hermano: ¿será capaz de renunciar a la luz del
sol? Está demasiado unido a las cosas corrientes: sus amigos, su familia,
su deber para con Florencia. La oscuridad lo destruiría.
—¡Mentiroso! —chilló Stefan, que estaba furioso en aquellos momentos
—. Soy tan fuerte como tú, hermano, y no temo a nada en las sombras, ni
tampoco a la luz del día. Y amo a Katherine más que a los amigos o a la
familia...
—... ¿o a tu deber? ¿La amas lo suficiente para renunciar también a eso?
—Sí —respondió Stefan, desafiante—. Lo suficiente como para renunciar
a todo.
Damon mostró una de sus repentinas sonrisas inquietantes y luego se
volvió hacia Katherine.
—Al parecer —dijo—, la elección es tuya. Tienes dos pretendientes a tu
mano; ¿aceptarás a uno de nosotros o a ninguno?
Katherine inclinó lentamente la dorada cabeza. Luego alzó unos
húmedos ojos azules para mirarlos a ambos.
—Dadme hasta el domingo para pensar. Y entretanto, no me presionéis
con preguntas.
Stefan asintió de mala gana.
—¿Y el domingo? —preguntó Damon.
—Ese día por la noche a la hora del crepúsculo os comunicaré mi
elección.
El crepúsculo... la profunda oscuridad violeta del crepúsculo...
Las tonalidades aterciopeladas se desvanecieron alrededor de Stefan y
éste volvió en sí. No era el anochecer, sino el amanecer, lo que teñía el
cielo a su alrededor. Absorto en sus pensamientos, había conducido hasta
el linde del bosque.
Al noroeste pudo ver el puente Wickery y el cementerio. Un nuevo
recuerdo aceleró su pulso.
Había dicho a Damon que estaba dispuesto a renunciar a todo por
Katherine. Y eso era justamente lo que había hecho. Había renunciado a
todo derecho a la luz del sol y se había convertido en una criatura de la
oscuridad por ella. Un cazador condenado a ser cazado eternamente, un
ladrón que debía robar vida para llenar sus propias venas.
Y tal vez un asesino.
No, habían dicho que aquella chica llamada Vickie no moriría. Pero su
siguiente víctima sí podría hacerlo. Lo peor respecto a aquel último ataque
era que no recordaba nada sobre él. Recordaba la debilidad, la
abrumadora necesidad, y recordaba haber cruzado tambaleante la
entrada de la iglesia, pero nada después de eso. Había vuelto en sí en el
exterior con el grito de Elena resonando en los oídos... y había corrido
veloz hacia ella sin detenerse a pensar en lo que podría haber sucedido.
Elena... Por un momento sintió una oleada de pura alegría y temor
reverencial, olvidando todo lo demás. Elena, cálida como la luz del sol,
suave como la mañana, pero con un corazón de acero que no se podía
romper. Era como fuego ardiendo en hielo, como el afilado filo de una
daga de plata.
Pero ¿tenía derecho a amarla? Sus mismos sentimientos por ella la
ponían en peligro. ¿Y si la próxima vez que la necesidad se apoderara de él
Elena era el ser humano vivo más próximo, el recipiente más cercano
repleto de sangre caliente y renovadora?
«Moriré antes que tocarla —pensó, haciendo una promesa—. Antes que
abrir sus venas, moriré de sed. Y juro que jamás sabrá mi secreto. Jamás
tendrá que renunciar a la luz del sol por mí.»
Detrás de él, el cielo se iluminaba. Pero antes de marchar, envió un
pensamiento sonda, con toda la fuerza de su dolor tras él, buscando algún
otro Poder que pudiera estar cerca. Buscando alguna otra solución a lo que
había sucedido en la iglesia.
Pero no había nada, ningún indicio de una respuesta. El cementerio se
burlaba de él con su silencio.
Elena despertó con el sol brillando en su ventana. De inmediato se sintió
como si acabara de recuperarse de una larga gripe y como si fuera la
mañana del día de Navidad. Sus pensamientos se mezclaron entre sí
mientras se sentaba en la cama.
Ah. Le dolía todo el cuerpo. Pero ella y Stefan..., eso lo arreglaba todo.
Aquel borracho palurdo de Tyler... Pero Tyler ya no importaba. Nada
importaba, excepto que Stefan la amaba.
Bajó en camisón, advirtiendo por la luz que entraba oblicuamente por
las ventanas que debía de haber dormido hasta muy tarde. Tía Judith y
Margaret estaban en la sala.
—Buenos días, tía Judith. —Dio a su sorprendida tía un largo y fuerte
abrazo—. Y buenos días, preciosidad. —Alzó a Margaret en volandas y
bailó un vals con ella por la habitación—. Y... ¡ah! Buenos días, Robert.
Un tanto avergonzada por su euforia y por su estado de desnudez, dejó
a Margaret en el suelo y corrió a la cocina.
Tía Judith entró tras ella y, aunque había oscuras ojeras bajo sus ojos,
sonreía.
—Pareces de buen humor esta mañana.
—Lo estoy. —Elena le dio otro abrazo para pedir perdón por las oscuras
ojeras.
—Ya sabes que hemos de ir al despacho del sheriff para hablarles sobre
Tyler.
—Sí. —Elena sacó zumo de la nevera y se sirvió un vaso—. Pero ¿puedo
acercarme a casa de Vickie Bennett primero? Sé que debe de estar
alterada, en especial porque parece que no todo el mundo le cree.
—¿Tú le crees, Elena?
—Sí —respondió ella lentamente—. Le creo. Y, tía Judith —añadió,
tomando una decisión—, a mí también me sucedió algo en la iglesia. Me
pareció...
—¡Elena! Bonnie y Meredith han venido a verte. —La voz de Robert sonó
procedente del vestíbulo.
La atmósfera confidencial se rompió.
—Ah..., hazlas entrar —contestó Elena, y tomó un sorbo de zumo de
naranja—. Te lo contaré luego —le prometió a tía Judith, mientras unas
pisadas se aproximaban a la cocina.
Bonnie y Meredith se detuvieron en la entrada, permaneciendo de pie
con una formalidad poco habitual. La misma Elena se sintió violenta y
aguardó hasta que su tía volvió a abandonar la habitación para hablar.
Entonces carraspeó, con los ojos fijos en una baldosa desgastada del
linóleo. Les dirigió una rápida mirada a hurtadillas y vio que tanto Bonnie
como Meredith tenían la vista puesta en aquella misma baldosa.
Prorrumpió en carcajadas, y ante su sonido las otras dos alzaron los
ojos.
—Me siento demasiado feliz para colocarme siquiera a la defensiva —
dijo Elena, tendiéndoles los brazos—. Y sé que debería lamentar lo que
dije, y realmente lo lamento, pero sencillamente no puedo mostrarme
patética al respecto. Me porté pésimamente y merezco que me ejecuten.
Ahora, ¿no podríamos simplemente fingir que nunca sucedió?
—Realmente deberías sentirlo, mira que dejarnos allí plantadas de ese
modo —la reprendió Bonnie mientras las tres se fundían en un abrazo.
—Y con Tyler Smallwood, nada menos —apostilló Meredith.
—Bueno, he aprendido la lección en ese sentido —dijo Elena, y por un
instante su ánimo se ensombreció.
En ese momento Bonnie gorjeó una risita.
—Y te llevaste el gran premio..., ¡a Stefan Salvatore! Y hablando de
entradas teatrales, cuando entraste por la puerta con él pensé que
alucinaba. ¿Cómo lo hiciste?
—No hice nada. Simplemente apareció, igual que la caballería en una de
esas películas de indios.
—Defendiendo tu honor —dijo Bonnie—. ¿Qué podría ser más
emocionante?
—Se me ocurren una o dos cosas —indicó Meredith—. Pero, claro, es
posible que Elena también las tenga incluidas.
—Os lo contaré todo —dijo Elena, soltándolas y retrocediendo—. Pero
primero, ¿iréis a casa de Vickie conmigo? Quiero hablar con ella.
—Puedes hablar con nosotras mientras te vistes y mientras andamos y
mientras te cepillas los dientes, de hecho —dijo Bonnie con firmeza—. Y si te dejas aunque sea un mínimo detalle, te vas a enfrentar con el tribunal
de la Inquisición.
—Como verás —indicó Meredith maliciosamente—, todo el trabajo del
señor Tanner ha tenido su compensación. Bonnie sabe ahora que la
Inquisición no es un grupo de rock.
Elena reía con auténtico entusiasmo mientras subían por la escalera.
La señora Bennett estaba pálida y cansada, pero las invitó a entrar.
—Vickie ha estado descansando, el doctor dijo que la mantuviera en
cama —explicó con una sonrisa que temblaba ligeramente.
Elena, Bonnie y Meredith se agolparon en el angosto vestíbulo.
La señora Bennett dio unos suaves golpecitos en la puerta de Vickie.
—Cariño, unas chicas del instituto han venido a verte. No estéis
demasiado rato —le dijo a Elena mientras abría la puerta.
—No lo haremos —prometió Elena.
Penetró en un bonito dormitorio azul y blanco, con las demás justo
detrás de ella. Vickie yacía en la cama recostada en almohadas, con un
edredón azul pastel subido hasta la barbilla, que contrastaba con su rostro
blanco como el papel. Los ojos entrecerrados de la muchacha miraban
directamente al frente.
—Ése es el aspecto que tenía anoche —susurró Bonnie.
Elena fue a colocarse junto a la cama.
—Vickie —dijo en voz baja.
Ésta siguió mirando fijo al frente, pero a Elena le pareció que su
respiración cambiaba ligeramente.
—Vickie, ¿puedes oírme? Soy Elena Gilbert. —Dirigió una mirada
vacilante a Bonnie y a Meredith.
—Parece como si le hubiesen dado tranquilizantes —comentó Meredith.
Pero la señora Bennett no había dicho que le hubieran dado ningún
medicamento. Frunciendo el entrecejo, Elena volvió a mirar a la pasiva
muchacha.
—Vickie, soy yo, Elena. Sólo quería hablar contigo sobre anoche. Quiero
que sepas que creo lo que dijiste sobre lo sucedido —hizo caso omiso de la
aguda mirada que le lanzó Meredith y prosiguió— y quería preguntarte...
—¡No!
Fue un alarido, vivo y desgarrador, arrancado de la garganta de Vickie.
El cuerpo que había estado tan inmóvil como una figura de cera estalló en
violenta acción. Los cabellos castaño claro de la muchacha le azotaron las mejillas cuando empezó a agitar la cabeza de un lado para otro y sus
manos se debatieron en el aire.
—¡No! ¡No! —chilló.
—¡Haced algo! —exclamó Bonnie con voz ahogada—. ¡Señora Bennett!
¡Señora Bennett!
Elena y Meredith intentaban mantener a Vickie en la cama, y ella se
resistía. Los alaridos siguieron y siguieron. Entonces, de improviso, la
madre de Vickie apareció junto a ellas, ayudando a sujetarla a la vez que
apartaba a las muchachas.
—¿Qué le habéis hecho? —gritó.
Vickie se aferró a su madre, tranquilizándose, pero luego sus ojos
entrecerrados vislumbraron a Elena por encima del hombro de la señora
Bennett.
—¡Tú eres parte de ello! ¡Eres malvada! —le gritó histéricamente a
Elena—. ¡Mantente lejos de mí!
Esta se quedó anonadada.
—¡Vickie! Sólo he venido a preguntar...
—Creo que será mejor que os marchéis ahora. Dejadnos solas —dijo la
señora Bennett mientras estrechaba a su hija en actitud protectora—. ¿No
os dais cuenta de lo que le hacéis?
En atónito silencio, Elena abandonó la habitación. Bonnie y Meredith la
siguieron.
—Debe de ser algún fármaco —dijo Bonnie una vez estuvieron fuera de
la casa—. Simplemente se ha vuelto totalmente tarumba.
—¿Has reparado en sus manos? —le preguntó Meredith a Elena—.
Cuando intentábamos contenerla, le sujeté una de las manos y estaba fría
como el hielo.
Elena sacudió la cabeza con perplejidad. Nada de ello tenía sentido,
pero no estaba dispuesta a permitir que le estropeara el día. No lo
permitiría. Desesperadamente, rebuscó en su mente algo que pudiera
contrarrestar la experiencia, que le permitiera aferrarse a su felicidad.
—Ya lo sé —dijo—. La casa de huéspedes.
-¿Qué?
—Dije a Stefan que me llamara hoy, pero ¿por qué no nos acercamos a
la casa de huéspedes en vez de eso? No está lejos de aquí.
—Sólo a veinte minutos a pie —comentó Bonnie, y se animó—. Al menos
podremos ver por fin su habitación.
—En realidad —indicó Elena—, mi idea era que vosotras dos esperarais
abajo. Bueno, sólo le veré unos minutos —añadió poniéndose a la
defensiva cuando ellas la miraron.
Era curioso quizá, pero todavía no quería compartir a Stefan con sus
amigas. Llevaba tan poco tiempo con él que le resultaba casi como un
secreto.
Su llamada a la reluciente puerta de nogal la contestó la señora Flowers,
que era una mujer muy menuda y arrugada con unos ojos negros
sorprendentemente brillantes.
—Tú debes de ser Elena —dijo—, os vi salir a ti y a Stefan anoche, y él
me dijo tu nombre cuando regresó.
—¿Nos vio? —inquirió ella, sobresaltada—. No la vi.
—No, no lo hiciste —repuso la señora Flowers, y rió entre dientes—. Qué
chica más bonita eres, querida —añadió—. Una chica muy bonita —y
palmeó la mejilla de Elena.
—Ah, gracias —respondió ella, nerviosa, pues no le gustaba el modo en
que aquellos ojos de pajarito permanecían fijos en ella; miró más allá de la
mujer en dirección a la escalera—. ¿Está Stefan?
—¡Debe de estar, a menos que haya salido volando por el tejado! —dijo
la señora Flowers, y volvió a lanzar su risita.
Elena rió educadamente.
—Nosotras nos quedaremos aquí con la señora Flowers —dijo Meredith a
Elena, mientras Bonnie alzaba los ojos al techo con expresión mártir.
Ocultando una sonrisa burlona, Elena asintió con la cabeza y subió la
escalera.
Era una casa vieja muy extraña, volvió a pensar mientras localizaba la
segunda escalera en el dormitorio. Las voces de abajo sonaban muy
apagadas desde allí, y mientras ascendía los peldaños se desvanecieron
por completo. Estaba envuelta en silencio, y al llegar a la puerta
pobremente iluminada del último piso tuvo la sensación de haber
penetrado en otro mundo.
Su llamada a la puerta sonó muy tímida.
—¿Stefan?
No oyó nada en el interior, pero de improviso la puerta se abrió. «Todo el
mundo debe de tener un aspecto pálido y cansado hoy», pensó Elena al
ver al muchacho, y a continuación se encontró en sus brazos.
Brazos que la apretaron convulsivamente.
—Elena. ¡Elena...!
Luego retrocedió. Ocurrió lo mismo que la noche anterior; Elena percibió
que el abismo se abría entre ellos. Vio cómo la mirada fría y correcta
acudía a sus ojos.
—No —dijo, apenas consciente de haber hablado en voz alta—. No te lo
permitiré.
Y atrajo la boca de él hacia la suya.
Por un momento no recibió respuesta, y luego él se estremeció y el beso
se volvió abrasador. Los dedos del muchacho se enredaron en sus
cabellos, y el universo se encogió alrededor de Elena. No existía nada más
aparte de Stefan, y el contacto de sus brazos a su alrededor, y el fuego de
sus labios sobre los suyos.
Al cabo de unos pocos minutos o unos pocos siglos se separaron, ambos
temblando. Pero sus miradas siguieron conectadas, y Elena vio que los
ojos de Stefan estaban demasiado dilatados incluso para aquella luz
tenue: sólo había una fina franja verde alrededor de las oscuras pupilas. El
muchacho parecía aturdido y su boca —¡aquella boca!— estaba hinchada.
—Creo —dijo él, y ella volvió a notar el control en su voz— que será
mejor que tengamos cuidado cuando hagamos eso.
Elena asintió, aturdida también ella. No en público, se decía. Y no
cuando Bonnie y Meredith aguardaban abajo. Y no cuando estuvieran
totalmente a solas, a menos...
—Pero puedes abrazarme —dijo.
Qué curioso, que tras aquella pasión se pudiera sentir tan segura, tan
tranquila en sus brazos.
—Te quiero —susurró a la áspera lana de su suéter.
Sintió cómo un estremecimiento recorría el cuerpo de Stefan.
—Elena —repitió él, y sonó casi desesperado.
—¿Qué hay de malo en eso? —preguntó ella, alzando la cabeza—. ¿Qué
podría haber de malo en eso, Stefan? ¿No me quieres?
—Yo...
La miró, con impotencia..., y oyeron la voz de la señora Flowers
llamando débilmente desde el pie de la escalera.
—¡Chico! ¡Chico! ¡Stefan!
Sonó como si estuviera golpeando el pasamanos con el zapato.
Stefan suspiró.
—Será mejor que vaya a ver qué quiere.
Se escabulló de sus brazos con expresión inescrutable.
Al encontrarse a solas, Elena cruzó los brazos sobre el pecho y tiritó.
Hacía tanto frío allí... Debería tener un fuego encendido, se dijo, a la vez
que sus ojos se movían distraídamente por la habitación para ir a posarse
por fin en el tocador de caoba que había examinado la noche anterior.
El cofre.
Echó una veloz mirada a la puerta cerrada. Si él regresaba y la
pescaba... En realidad no debía..., pero avanzaba ya hacia el tocador.
«Piensa en la esposa de Barba Azul —se dijo—. La curiosidad la mató.»
Pero los dedos estaban ya sobre la tapa de hierro y, con el corazón
latiendo veloz, la abrió con cuidado.
Bajo la débil luz, el cofre pareció al principio vacío, y Elena soltó una risa
nerviosa. ¿Qué había esperado? ¿Cartas de amor de Caroline? ¿Una daga
ensangrentada?
Entonces vio la pequeña cinta de seda, doblada pulcramente una y otra
vez sobre sí misma en una esquina. La sacó y la pasó entre sus dedos. Era
la cinta color crema que había perdido el segundo día de instituto.
«Ah, Stefan.» Las lágrimas acudieron a sus ojos, y en su pecho se
desbordó el amor sin que pudiera evitarlo. «¿Hace tanto tiempo? ¿Te
importaba ya desde hace tanto tiempo? Ah, Stefan, te amo...»
«Y no importa si no eres capaz de decírmelo», pensó. Se escuchó un
ruido al otro lado de la puerta, y ella dobló la cinta rápidamente y volvió a
colocarla en el cofre. Luego giró en dirección a la puerta, parpadeando
para intentar contener las lágrimas.
«No importa si no eres capaz de decirlo justo ahora. Yo lo diré por los
dos. Y algún día aprenderás a decirlo.»

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