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para todos aquellos fanaticos de las historias de ficcion y los vampiros en este blog publicare los libros de la exitosa saga que a arrasado por EEUU cronicas vampiricas (de la serie vampires diarie)...


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miércoles, 6 de enero de 2010

DESPERTAR-- CRONICAS VAMPIRICAS--CAPITULO 13

Elena estaba de pie dentro del círculo de adultos y policías, aguardando
una oportunidad de escapar. Sabía que Matt había avisado a Stefan a
tiempo —su rostro se lo dijo—, pero no habían podido acercarse lo
suficiente para hablar.
Por fin, con la atención de todos puesta en el cadáver, pudo separarse
del grupo y avanzó despacio hacia su amigo.
—Stefan consiguió marcharse —dijo él, con los ojos puestos en el grupo
de adultos—. Pero me dijo que cuidara de ti y quiero que permanezcas
aquí.
—¿Que cuidaras de mí?
Alarma y desconfianza fulguraron a través de Elena. Entonces, casi en
un susurro, dijo:
—Entiendo. —Pensó un momento y luego habló con cuidado—: Matt,
tengo que ir a lavarme las manos. Bonnie me manchó de sangre. Espera
aquí; ahora vuelvo.
Él intentó decir algo a modo de protesta, pero ella ya se alejaba. Alzó las
manos manchadas a modo de explicación al llegar a la puerta del
vestuario femenino, y el profesor que montaba guardia allí la dejó pasar.
Una vez en el vestuario, no obstante, siguió adelante, hasta salir por la
puerta del otro extremo y entrar en la oscura escuela. Y de allí salió a la
noche.
«¡Zuccone!», pensó Stefan, agarrando una librería y arrojándola al otro
lado, haciendo volar su contenido por los aires. ¡Idiota! ¡Ciego y odioso
idiota! ¿Cómo podía haber sido tan estúpido?
¿Encontrar un lugar allí con ellos? ¿Ser aceptado como uno más? Debía
de haber estado loco al pensar que era posible.
Levantó uno de los enormes y pesados baúles y lo lanzó a través de la
habitación hasta que se estrelló contra la pared opuesta, astillando una
ventana. Estúpido, estúpido.
¿Quién iba tras él? Todo el mundo. Matt lo había dicho. «Ha habido otro
ataque... Ellos creen que lo hiciste tú.»
Bien, por una vez parecía como si los barbari, los insignificantes
humanos vivos, con su miedo a cualquier cosa desconocida, tuvieran
razón. ¿De qué otro modo se podía explicar lo sucedido? Había
experimentado la debilidad, la confusa sensación de estar en un torbellino,
de que todo daba vueltas; y entonces la oscuridad se había apoderado de
él. Al despertar, había escuchado a Matt diciendo que habían despojado,
asaltado a otro humano, al que en esa ocasión le habían robado no sólo su
sangre, sino su vida. ¿Cómo se explicaba eso a menos que él, Stefan,
fuera el asesino?
Un asesino, eso es lo que era. Malvado. Una criatura nacida en la
oscuridad, destinada a vivir, cazar y esconderse allí para siempre. Bien,
¿por qué no matar, entonces? ¿Por qué no dar satisfacción a su
naturaleza? Puesto que no podía cambiar, no había razón para no
deleitarse en ello. Desataría su oscuridad sobre aquella ciudad que le
odiaba, que le daba caza en aquellos mismos instantes.
Pero primero..., estaba sediento. Las venas le ardían igual que una red
de cables secos y ardientes. Necesitaba alimentarse... pronto..., ahora.
La casa de huéspedes estaba a oscuras. Elena llamó a la puerta, pero no
recibió respuesta. El trueno chasqueó en las alturas. Todavía no llovía.
Tras la tercera andanada de golpes, probó la puerta y ésta se abrió.
Dentro, la casa estaba silenciosa y oscura como la boca de un lobo. A
tientas, se encaminó hacia la escalera y ascendió por ella.
El segundo rellano estaba igual de oscuro, y tropezó intentando localizar
el dormitorio con la escalera que llevaba al tercer piso. Había una luz
tenue en lo alto de la escalera, y ascendió hacia ella, sintiéndose agobiada
por las paredes, que parecían cernerse sobre ella desde cada lado.
La luz surgía de debajo de la puerta cerrada. Elena dio unos golpecitos
rápidos.
—Stefan —susurró, y luego llamó en voz más alta—. Stefan, soy yo.
No hubo respuesta. Agarró el pomo y empujó la puerta, atisbando al
otro lado.
—Stefan...
Le hablaba a una habitación vacía.
Y a una habitación que era un caos. Parecía como si un tremendo
vendaval la hubiese recorrido, dejando destrucción a su paso. Los baúles
que habían reposado en esquinas estaban caídos en ángulos grotescos,
con las tapas abiertas, con el contenido desparramado por el suelo. Una
ventana estaba destrozada. Todas las posesiones de Stefan, todas las
cosas que había guardado con tanto cuidado y parecía tener en tan gran
estima, estaban esparcidas por el suelo.
El terror invadió a Elena. La furia y la violencia resultaban
dolorosamente claras en aquella escena de devastación y hacían que se
sintiera casi mareada. Alguien que tenía un historial de violencia, había
dicho Tyler.
«No me importa —pensó, mientras la ira brotaba en su interior para
apartar a un lado el miedo—. No me importa nada, Stefan; sigo queriendo
verte. Pero ¿dónde estás?
La trampilla del techo estaba abierta, y por ella descendía un aire frío.
«Vaya», se dijo, y sintió un repentino escalofrío de temor. Aquel tejado
estaba tan alto...
Nunca antes había subido por la escalera para salir al mirador y la falda
larga dificultaba la ascensión. Emergió a través de la trampilla despacio,
arrodillándose en el tejado y luego poniéndose en pie. Vio una figura
oscura en la esquina, y fue hacia ella con pasos rápidos.
—Stefan, tenía que venir... —empezó a decir, y se detuvo en seco,
porque un relámpago iluminó el cielo justo en el momento en que la figura
de la esquina giraba en redondo.
Y entonces fue como si todo mal presentimiento, temor y pesadilla que
hubiese tenido jamás se convirtieran en realidad a la vez. No podía ni
chillar; no podía hacer nada en absoluto.
«Dios mío... no.» Su cerebro se negó a encontrar una explicación a lo
que sus ojos veían. No. No. No quería mirar aquello, no quería creerlo...
Pero no podía evitar verlo. Incluso aunque podía haber cerrado los ojos,
cada detalle de la escena estaba grabado en su memoria. Como si el
relámpago lo hubiese escrito a fuego en su cerebro para siempre.
Stefan. Stefan, tan pulcro y elegante vestido con su ropa de todos los
días, con su chaqueta de cuero negro con el cuello levantado. Stefan, con
los cabellos oscuros como una de las nubes de tormenta que había detrás
de él. Stefan había quedado atrapado en aquel fogonazo de luz, medio
vuelto hacia ella, con el cuerpo torcido en la posición agazapada de una
bestia y con una mueca de furia animal en el rostro.
Y sangre. Aquella boca arrogante, sensible y sensual, estaba
embadurnada de sangre, que resaltaba espeluznantemente roja en la
palidez de su cutis, en el blanco intenso de los dientes al descubierto. En
las manos sostenía el cuerpo inerte de una paloma torcaz, blanca como
aquellos dientes y con las alas extendidas. Otra yacía en el suelo a sus
pies, igual que un pañuelo arrugado y desechado.
—Dios mío, no —musitó Elena.
Siguió musitándolo mientras retrocedía, sin darse apenas cuenta de que
hacía ambas cosas. Sencillamente, su mente no era capaz de hacer frente
a ese horror; sus pensamientos corrían alocadamente llevados por el
pánico, igual que ratones intentando escapar de una jaula. No quería creer
eso, no quería creerlo. Una tensión insoportable se adueñó de su cuerpo,
el corazón parecía a punto de estallar, la cabeza le daba vueltas.
—Dio mío, no...
—¡Elena!
Más terrible que cualquier otra cosa fue eso, fue ver a Stefan mirándola
con aquel rostro animal, ver cómo la mueca se trocaba en una expresión
de sobresalto y desesperación.
—Elena, por favor. Por favor, no...
—¡Ah, Dios mío, no!
Los chillidos intentaban abrirse paso violentamente fuera de su
garganta. Retrocedió más, dando traspiés, cuando él dio un paso hacia
ella.
—¡No!
—Elena, por favor... ten cuidado...
Aquella cosa terrible, la cosa con el rostro de Stefan, iba tras ella, los
verdes ojos llameando. Se lanzó hacia atrás al dar él otro paso, con la
mano extendida. La larga mano de dedos delgados que había acariciado
sus cabellos con tanta delicadeza...
—¡No me toques! —gritó.
Y entonces sí que empezó a chillar, cuando su movimiento llevó a su
espalda a apoyarse en la barandilla de hierro del mirador. Era hierro que
había estado allí durante casi un siglo y medio, y en algunos lugares
estaba casi totalmente oxidado. El peso aterrorizado de Elena contra él fue
demasiado y la joven sintió que cedía. Oyó el chirrido de metal y madera
bajo una tensión excesiva mezclándose con su propio grito. Y luego ya no
había nada detrás de ella, nada a lo que agarrarse, y caía.
En ese instante, vio las turbulentas nubes moradas, la oscura masa de
la casa junto a ella. Le pareció que tenía tiempo suficiente para verlo todo
con claridad y sentir un terror infinito mientras chillaba y caía, y caía.
Pero el terrible impacto demoledor no llegó. De improviso había unos
brazos a su alrededor que la sostenían en el vacío. Se oyó un golpe sordo
y los brazos la apretaron más, con un peso cediendo contra ella para
absorber el golpe. Luego todo quedó silencioso.
Permaneció inmóvil dentro del círculo de aquellos brazos, intentando
orientarse. Intentando creer otra cosa más que resultaba increíble. Había
caído del tejado de una casa de tres pisos y sin embargo estaba viva.
Estaba de pie en el jardín de detrás de la casa de huéspedes, en medio del
silencio total que mediaba entre los truenos, con hojas caídas en el suelo
donde debería estar su cuerpo destrozado.
Lentamente, alzó la mirada hacia el rostro de la persona que la
sujetaba. Stefan.
Había habido demasiado miedo, demasiados desastres esa noche. Ya no
podía reaccionar. Sólo era capaz de alzar los ojos hacia él para mirarle
fijamente con una especie de asombro.
Había tanta tristeza en los ojos de Stefan... Aquellos ojos que habían
ardido igual que hielo verde estaban en esos instantes oscuros y vacíos,
sin esperanza. La misma expresión que ella había visto aquella primera
noche en su habitación, sólo que ahora era peor. Pues en ese momento
había odio a sí mismo, mezclado con pesar y amarga repulsa. Elena no
pudo soportarlo.
—Stefan —susurró, sintiendo que aquella tristeza penetraba en su
propia alma.
Aún veía las trazas rojas en sus labios, pero ahora despertaban un
estremecimiento de piedad junto con el instintivo horror. Estar tan solo,
ser tan distinto y estar tan solo...
—Stefan —musitó.
No hubo ninguna respuesta en aquellos ojos sombríos y extraviados.
—Ven —dijo él en voz baja y la condujo de vuelta hacia la casa.
Stefan sintió un arrebato de vergüenza cuando llegaron al tercer piso y
a la destrucción que reinaba en su habitación. Que fuera Elena,
precisamente, quien lo viera, resultaba insoportable. Pero, de todos
modos, tal vez era también conveniente que viera lo que él era en
realidad, lo que podía hacer.
La muchacha avanzó despacio, aturdida, hasta la cama y se sentó.
Luego alzó la vista hacia él, los ojos ensombrecidos yendo al encuentro de
los suyos.
—Cuéntame —fue todo lo que dijo.
Stefan lanzó una breve risita, sin humor, y vio que ella se echaba hacia
atrás. Eso hizo que se odiara aún más.
—¿Qué necesitas saber? —preguntó.
Puso un pie sobre la tapa de un baúl derribado y la miró casi desafiante,
indicando la habitación con un ademán.
—¿Quién hizo esto? Yo lo hice.
—Eres fuerte —repuso ella con los ojos puestos en un baúl volcado.
Alzó los ojos, como recordando lo sucedido en el tejado.
—Y te mueves de prisa.
—Más fuerte que un humano —dijo él, poniendo un énfasis deliberado
en la última palabra.
¿Por qué no reculaba ante él ahora, por qué no le miraba con la aversión
que había visto antes? Ya no le importaba lo que ella pensara.
—Mis reflejos son más veloces y poseo una resistencia mayor. Así debe
ser. Soy un cazador —finalizó en tono áspero.
Algo en la mirada de Elena le hizo recordar cómo le había interrumpido
la muchacha. Se limpió la boca con el dorso de la mano y luego se
apresuró a tomar un vaso de agua que permanecía intacto sobre la mesilla
de noche. Sintió los ojos de la joven fijos en él mientras la bebía y volvía a
limpiarse la boca. Sí, desde luego que todavía le importaba lo que ella
pensara.
—Puedes comer y beber... otras cosas —dijo ella.
—No necesito hacerlo —respondió él en voz baja, sintiéndose cansado y
alicaído—. No necesito nada más. —Se volvió de repente y sintió que una
apasionada intensidad volvía a alzarse en su interior—. Dijiste que me
muevo de prisa..., pero prisa es precisamente lo que nunca tengo. Prisa es
lo que tienen los seres vivos, Elena. Prisa para hacer las cosas. Yo tengo
todo el tiempo del mundo.
Advirtió que la muchacha temblaba, pero su voz sonó sosegada y sus
ojos no se apartaron de los suyos.
—Cuéntame —repitió Elena—. Stefan, tengo derecho a saber.
Reconoció aquellas palabras. Y eran tan ciertas como cuando ella las
había pronunciado la primera vez.
—Sí, supongo que así es —repuso, y su voz sonó cansada y dura.
Clavó la mirada en la ventana rota durante unos segundos y luego
volvió la cabeza hacia ella y dijo con voz cansina:
—Nací a finales del siglo XV. ¿Lo crees?
Ella miró los objetos que yacían donde él los había esparcido al
arrojarlos fuera del escritorio con un violento movimiento del brazo. Los
florines, la copa de ágata, su daga.
—Sí —dijo en un susurro—. Sí, lo creo.
—¿Y quieres saber más? ¿Cómo me convertí en lo que soy?
Cuando ella asintió, él se volvió de nuevo hacia la ventana. ¿Cómo podía
contárselo? Él, que había evitado las preguntas durante tanto tiempo, que
se había convertido en todo un experto en la ocultación y el engaño...
Sólo existía un modo, y era contar toda la verdad, sin ocultar nada.
Exponerlo todo ante ella, lo que jamás había explicado a nadie.
Y quería hacerlo. Incluso a pesar de saber que provocaría que ella se
apartara de él al final, necesitaba mostrar a Elena lo que era.
Y así, con la vista fija en la oscuridad que reinaba fuera de la ventana,
donde resplandores azules iluminaban de vez en cuando el cielo, empezó
su relato.
Habló sin apasionamiento, sin emoción, eligiendo las palabras con
cuidado. Le habló de su padre, aquel robusto hombre del Renacimiento, y
de su mundo en Florencia y en su finca campestre. Le habló de sus
estudios y ambiciones. De su hermano, que era tan distinto de él y del
rencor que existía entre ellos.
—No sé cuándo empezó a odiarme Damon —dijo—. Fue siempre así
desde que puedo recordar. Quizá fue porque mi madre jamás se recuperó
realmente de mi nacimiento y murió a los pocos años. Damon la amaba
muchísimo y siempre tuve la sensación de que me culpaba. —Hizo una
pausa y tragó saliva—. Y luego, más adelante, apareció una muchacha.
—¿Aquella a la que yo te recordaba? —inquirió Elena con suavidad, y él
asintió—. ¿La que —dijo con una mayor vacilación— te dio el anillo?
Él echó una ojeada al anillo de plata de su dedo, luego le devolvió la
mirada. A continuación, lentamente, sacó el anillo que llevaba colgado de
una cadena bajo la camisa y lo miró.
—Sí; éste era su anillo —respondió—. Sin un talismán así, morimos bajo
la luz del sol como si estuviéramos en una hoguera.
—Entonces, ¿ella era... como tú?
—Ella me hizo lo que soy.
Con voz entrecortada, le habló de Katherine. De la belleza y la dulzura
de Katherine, y de su amor por ella. Y también del de Damon.
—Ella era demasiado dulce, llena de demasiado afecto —dijo por fin,
lleno de dolor—. Se lo daba a todo el mundo, incluido mi hermano. Pero
finalmente le dijimos que debía elegir entre nosotros. Y entonces... vino a
mí.
El recuerdo de aquella noche, de aquella noche dulce y terrible, regresó
como un torrente. Ella había ido a él. Y él se había sentido tan feliz, tan
lleno de temor reverente y dicha... Intentó explicárselo a Elena, encontrar
las palabras. Toda aquella noche había sido feliz, e incluso a la mañana
siguiente, cuando despertó y ella se había ido, se había sentido poseído de
la mayor de las dichas...
Casi podría haberse tratado de un sueño, pero las dos pequeñas heridas
del cuello eran reales. Le sorprendió descubrir que no le dolían y que ya
parecían haber cicatrizado parcialmente. El cuello alto de su camisa las
ocultaba.
La sangre de Katherine ardía en sus venas ahora, se dijo, y esas mismas
palabras hicieron latir aceleradamente su corazón. Le había dado su
energía a él; le había elegido.
Incluso tuvo una sonrisa para Damon cuando se encontraron en el lugar
designado aquella noche. Damon se había ausentado de la casa todo el
día, pero apareció en el jardín meticulosamente ornamentado con
escrupulosa puntualidad y se quedó repantigado contra un árbol,
ajustándose los puños. Katherine se retrasaba.
—A lo mejor está cansada —sugirió Stefan, contemplando cómo el cielo
color melón se fundía en un profundo negro azulado.
Intentó mantener la tímida satisfacción que sentía alejada de su voz.
—A lo mejor necesita más descanso de lo usual.
Damon le dirigió una incisiva mirada, los oscuros ojos taladrantes bajo la
mata de cabello negro.
—Quizá —dijo en una nota ascendente que fue elevándose, como si
quisiera haber dicho más.
Pero entonces oyeron unas suaves pisadas en el sendero y Katherine
apareció entre los setos cuadrados. Llevaba puesto el vestido blanco y
estaba tan bella como un ángel.
Dedicó una sonrisa a los dos. Stefan devolvió la sonrisa cortésmente,
mencionando su secreto sólo con los ojos. Luego aguardó.
—Me pedisteis que eligiera —dijo ella, mirándole primero a él y luego a
su hermano—. Y ahora habéis venido a la hora que indiqué, y os diré qué
he elegido.
Alzó la menuda mano, la que lucía el anillo, y Stefan contempló la
piedra, advirtiendo que era del mismo azul profundo que el cielo nocturno.
Era como si Katherine llevara un pedazo de noche con ella, siempre.
—Ambos habéis visto este anillo —dijo en voz baja—. Y sabéis que sin él
moriría. No es fácil conseguir que te hagan un talismán así, pero por
suerte mi doncella Gudren es muy lista. Y hay muchos orfebres en
Florencia.
Stefan escuchaba sin comprender, pero cuando ella volvió la cabeza
hacia él volvió a sonreír, alentador.
—Y por lo tanto —siguió ella, mirándole a los ojos—, he encargado un
regalo para ti.
Tomó su mano e introdujo algo en ella, y cuando él miró vio que era un
anillo idéntico al de ella, pero más grande y grueso, y forjado en plata en
lugar de oro.
—Todavía no lo necesitas para enfrentarte al sol —dijo con dulzura—.
Pero muy pronto lo necesitarás.
Orgullo y arrobamiento lo dejaron mudo. Alargó la mano para tomar la
de ella y besarla, deseando cogerla en sus brazos en aquel momento,
incluso delante de Damon. Pero Katherine se apartaba ya.
—Y para ti —dijo, y Stefan pensó que sus oídos debían de estarle
traicionando, pues sin duda la calidez y el cariño en la voz de Katherine no
podían ser para su hermano—, para ti, también. Lo necesitarás muy pronto
asimismo.
Los ojos de Stefan también debieron de traicionarle, pues le mostraban
lo que era imposible, lo que no podía ser. En la mano de Damon, Katherine
depositaba un anillo idéntico al suyo.
El silencio que siguió fue absoluto, como el silencio tras el fin del
mundo.
—Katherine... —Stefan apenas consiguió hacer salir las palabras—.
¿Cómo puedes darle eso a él? Después de lo que compartimos...
—¿Lo que compartisteis? —La voz de Damon fue como un latigazo, y se
revolvió enfurecido contra Stefan—. Anoche ella vino a mí. La elección ya
está hecha.
Y Damon tiró hacia abajo del cuello alto de su camisa para mostrar dos
heridas diminutas en la garganta. Stefan las contempló atónito,
conteniendo las lágrimas. Eran idénticas a sus propias heridas.
Sacudió la cabeza, totalmente desconcertado.
—Pero, Katherine... no fue un sueño. Viniste a mí...
—Fui a veros a ambos.
La voz de la muchacha era tranquila, incluso complacida, y sus ojos
estaban serenos. Sonrió a Damon y luego a Stefan, sucesivamente.
—Me ha dejado muy débil, pero me alegro mucho de haberlo hecho. ¿No
lo veis? —prosiguió mientras ellos la contemplaban fijamente, demasiado
atónitos para hablar—. ¡Ésta es mi elección! Os amo a los dos y no
renunciaré a ninguno de vosotros. Ahora los tres estaremos juntos y
seremos felices.
—Felices... —dijo Stefan con voz estrangulada.
—¡Sí, felices! Los tres seremos compañeros, compañeros felices para
siempre. —Su voz se elevó eufórica, y la luz de una criatura
resplandeciente brilló en sus ojos—. ¡Estaremos siempre juntos, sin
padecer enfermedades, sin envejecer, hasta el fin de los tiempos! Ésa es
mi elección.
—¿Felices... con él?
La voz de Damon temblaba de rabi, y Stefan vio que su por lo general
reservado hermano estaba lívido de cólera.
—¿Con ese niño entre nosotros dos, con ese dechado de virtudes zafio y
vociferante? Apenas si puedo soportar su vista ahora. ¡Le pido a Dios no
volver a verle jamás, no volver a oír su voz jamás!
—Y yo deseo lo mismo respecto a ti, hermano —gruñó Stefan, en tanto
que el corazón se le desgarraba en el pecho.
Aquello era culpa de Damon; él había envenenado la mente de
Katherine de modo que ésta ya no sabía lo que hacía.
—Y estoy casi decidido a asegurarme de ello —añadió con ferocidad.
Damon le entendió perfectamente.
—Entonces saca tu espada, si puedes encontrarla —siseó como
respuesta, con ojos llenos de siniestra amenaza.
—¡Damon, Stefan, por favor! ¡Por favor, no! —gritó Katherine,
colocándose entre ellos y sujetando el brazo de Stefan.
La muchacha paseó la mirada de uno a otro, con los ojos azules
desorbitados por la conmoción y brillando con lágrimas no derramadas.
—Pensad en lo que decís. Sois hermanos.
—Yo no tengo la culpa de eso —chilló Damon, convirtiendo las palabras
en una maldición.
—¿Es que no podéis hacer las paces? ¿Por mí, Damon... Stefan...? Por
favor.
Una parte de Stefan quería ablandarse ante la mirada desesperada de
Katherine; pero el orgullo herido y los celos eran demasiado fuertes, y
sabía que su rostro aparecía tan duro, tan inflexible, como el de Damon.
—No —dijo—. No podemos. Debe ser o uno o el otro, Katherine. Jamás te
compartiré con él.
La mano de Katherine se soltó de su brazo y las lágrimas cayeron de sus
ojos, grandes gotas que salpicaron su vestido blanco. Contuvo el aliento
con un sollozo desgarrador. Luego, sin dejar de llorar, se recogió las faldas
y huyó.
—Y entonces Damon tomó el anillo que le había dado y se lo puso —dijo
Stefan, la voz ronca por el uso y la emoción—. Y me dijo: «Aún será mía,
hermano». Y luego se alejó.
Se dio la vuelta, pestañeando como si hubiese salido a una luz brillante
desde la oscuridad y miró a Elena.
La muchacha estaba sentada muy quieta en la cama, contemplándole
con aquellos ojos que eran tan parecidos a los de Katherine.
Especialmente en ese momento en que estaban llenos de pena y terror.
Pero Elena no huyó, le habló.
—Y... ¿qué sucedió luego?
Las manos de Stefan se cerraron violentamente de un modo reflejo y se
apartó de repente de la ventana. No, ese recuerdo, no. No podía soportar
recordarlo, y mucho menos intentar expresarlo en palabras. ¿Cómo podía
hacerlo? ¿Cómo podía arrastrar a Elena a aquella oscuridad y mostrarle las
cosas terribles que acechaban allí?
—No —dijo—. No puedo. No puedo.
—Tienes que contármelo —repuso ella con suavidad—. Stefan, es el final
de la historia, ¿verdad? Eso es lo que hay detrás de todos tus muros, eso
es lo que temes dejarme ver. Pero tienes que dejarme. Stefan, no puedes
parar ahora.
Él sintió cómo el horror iba en su busca, el pozo abierto que había visto
con tanta claridad, percibido con tanta nitidez aquel día tan lejano. El día
en que todo había terminado..., en que todo había empezado.
Sintió que le tomaban la mano, y cuando miró vio los dedos de Elena
cerrados sobre ella, dándole calor, dándole fuerzas. Tenía los ojos puestos
en los de él.
—Cuéntame.
—¿Quieres saber qué sucedió a continuación, qué fue de Katherine? —
murmuró.
Ella asintió, sus ojos casi cegados pero aún firmes.
—Te lo diré, entonces. Murió al día siguiente. Mi hermano Damon y yo la
matamos.

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