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para todos aquellos fanaticos de las historias de ficcion y los vampiros en este blog publicare los libros de la exitosa saga que a arrasado por EEUU cronicas vampiricas (de la serie vampires diarie)...


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martes, 5 de enero de 2010

DESPERTAR-- CRONICAS VAMPIRICAS-- CAPITULO 3

La primera luz del amanecer veteaba la noche de rosa y del verde más
pálido. Stefan la observó desde la ventana de su habitación en la casa de
huéspedes. Había alquilado aquella habitación específicamente debido a
la trampilla del techo, una trampilla que daba a la plataforma de
observación del tejado situado encima. En aquel momento, la trampilla
estaba abierta, y un viento fresco y húmedo descendía por la escalera
situada debajo. Stefan estaba totalmente vestido, pero no porque hubiera
madrugado. No se había acostado.
Acababa de regresar del bosque y llevaba algunos restos de hojas
húmedas pegados a un lado de la bota. Los retiró meticulosamente. Los
comentarios de los estudiantes del día anterior no le habían pasado por
alto y sabía que se habían fijado en sus ropas. Siempre se había vestido
con lo mejor, no sólo por vanidad, sino porque era lo correcto. Su tutor lo
había dicho a menudo: «Un aristócrata debería vestir como corresponde a
su posición. Si no lo hace, muestra desprecio por los demás».
¿Por qué se dedicaba a pensar en aquellas cosas? Claro, debería haber
comprendido que hacer el papel de un estudiante era probable que le
recordara sus propios días como alumno. En aquellos momentos, los
recuerdos le llegaban copiosamente, como si ojeara las páginas de un
diario, los ojos capturando una anotación aquí y allí. Una apareció
fugazmente ante él: el rostro de su padre cuando Damon había anunciado
que abandonaba la universidad. Jamás olvidaría eso. Jamás había visto a
su padre tan enojado...
—¿Qué quieres decir con que no vas a volver? —Giuseppe era por lo
general un hombre justo, pero tenía mal genio, y su hijo mayor hacia
aflorar la violencia que había en él.
Justo en aquel momento, ese hijo se tocaba ligeramente los labios con
un pañuelo de seda color azafrán.
—Había pensado que incluso tú podrías entender una frase tan simple,
padre. ¿Deseas que te la repita en latín?
—Damon... —empezó Stefan con severidad, consternado ante aquella
falta de respeto.
Pero su padre le interrumpió.
—¿Me estás diciendo que yo, Giuseppe, Conté di Salvatore, tendré que
presentarme ante mis amigos sabiendo que mi hijo es un scioparto? ¿Un
bueno para nada? ¿Un haragán que no aporta ninguna contribución útil a
Florencia?
Los criados se iban alejando lentamente a medida que Giuseppe se
encolerizaba más.
Damon ni siquiera pestañeó.
—Aparentemente. Si puedes llamar amigos a esos que te lisonjean con
la esperanza de que les prestes dinero.
—Sporco parassito! —gritó Giuseppe, levantándose de su silla—. ¿No es
ya bastante malo que cuando estás en la escuela despilfarres tu tiempo y
mi dinero? Ah, sí, lo sé todo sobre el juego, las justas y las mujeres. Y sé
que de no ser por tu secretario y tus tutores suspenderías todos los
cursos. Pero ahora tienes la intención de deshonrarme totalmente. ¿Y por
qué? ¿Por qué? —Su enorme mano se alzó veloz para agarrar la barbilla de
Damon—. ¿Para poder regresar a tus cacerías y tu cetrería?
Stefan tuvo que hacerle justicia a su hermano; Damon ni siquiera se
echó atrás. Se mantuvo firme, casi repantigado en la mano de su padre
que lo sujetaba, un aristócrata de pies a cabeza, desde la gorra
elegantemente sencilla sobre la oscura cabeza pasando por la capa
ribeteada de armiño hasta llegar a los suaves zapatos de cuero. Su labio
superior estaba curvado en un gesto de absoluta arrogancia.
«Has ido demasiado lejos esta vez —pensó Stefan, observando a los dos
hombres, que se miraban fijamente a los ojos—. Ni siquiera tú serás capaz
de salir de ésta usando tus encantos.»
Pero justo entonces sonaron unos pasos suaves en la entrada del
estudio. Stefan volvió la cabeza y se quedó encandilado con unos ojos de
color lapislázuli enmarcados por largas pestañas doradas. Era Katherine.
Su padre, el barón Von Swartzschild, la había traído desde las frías tierras
de los príncipes alemanes a la campiña italiana, con la esperanza de que
esto ayudaría a que se recuperara de una larga enfermedad. Y desde el
día de su llegada, todo había cambiado para Stefan.
—Os pido disculpas. No era mi intención molestar.
Su voz era suave y nítida. Efectuó un leve gesto como para marcharse.
—No, no te vayas. Quédate —se apresuró a decir Stefan.
Quiso decir más, tomarle la mano..., pero no se atrevió. No con su padre
presente. Todo lo que pudo hacer fue mirar fijamente aquellos ojos azules,
como gemas, alzados hacia él.
—Sí, quedaos —dijo Giuseppe, y Stefan vio que la expresión furiosa de
su padre se había aclarado y que había soltado a Damon.
El noble se adelantó, alisando los gruesos pliegues de la larga toga
ribeteada en piel.
—Vuestro padre debería estar de regreso de sus negocios en la ciudad
hoy, y le encantará veros. Pero vuestras mejillas están pálidas, pequeña
Katherine. Espero que no volváis a estar enferma.
—Ya sabéis que siempre estoy pálida, señor. No utilizo colorete como
vuestras atrevidas muchachas italianas.
—No lo necesitas —dijo Stefan sin poder contenerse, y ella le sonrió.
Era tan hermosa... El muchacho sintió un dolor en el pecho.
—Y os veo demasiado poco durante el día —siguió su padre—. Casi
nunca nos concedéis el placer de vuestra compañía antes del crepúsculo.
—Llevo a cabo mis estudios y mis devociones en mis propios aposentos,
señor —respondió Katherine en voz queda, bajando las pestañas.
Stefan sabía que no era cierto, pero no dijo nada; jamás traicionaría el
secreto de Katherine. La muchacha volvió a alzar los ojos hacia el padre de
Stefan.
—Pero ahora estoy aquí, señor.
—Sí, sí, eso es cierto. Y debo ocuparme de que esta noche tengamos
una comida muy especial para celebrar el regreso de vuestro padre.
Damon..., hablaremos más tarde.
Mientras Giuseppe hacía una seña a un sirviente y marchaba con paso
decidido, Stefan se volvió hacia Katherine con deleite. Casi nunca podían
conversar sin la presencia de su padre o de Gudren, la imperturbable
doncella alemana de la joven.
Pero lo que Stefan vio fue como un puñetazo en el estómago, Katherine
sonreía..., aquella leve sonrisa reservada que tan a menudo había
compartido con él. Pero no le miraba a él. Miraba a Damon.
Stefan odió a su hermano en aquel momento, odió la belleza morena y
la gracia y la sensualidad de Damon, que atraían a las mujeres hacia él
como polillas a una llama. Quiso en ese momento golpear a Damon, hacer
pedazos aquella belleza. Pero tuvo que permanecer allí y contemplar cómo
Katherine avanzaba despacio hacia su hermano, paso a paso, con su
vestido de brocado dorado susurrando sobre el suelo de baldosas.
Y mientras él observaba, Damon extendió una mano hacia Katherine y
sonrió con la cruel sonrisa del triunfo...
Stefan se apartó de la ventana rápidamente.
¿Por qué volvía a abrir viejas heridas? Pero, incluso mientras lo pensaba,
sacó la delgada cadena de oro que llevaba bajo la camisa. Su pulgar y su
índice acariciaron el anillo que colgaba de ella y luego lo alzó hacia la luz.
El pequeño aro estaba exquisitamente labrado en oro, y cinco siglos no
habían amortiguado su lustre. Llevaba engarzada una única piedra, un
lapislázuli del tamaño de la uña de su meñique. Stefan lo contempló, luego miró el grueso anillo de plata, también con un lapislázuli engarzado, de su
propia mano. En el pecho sintió una opresión familiar.
No podía olvidar el pasado y en realidad no deseaba hacerlo. Pese a
todo lo que había sucedido, atesoraba el recuerdo de Katherine. Pero
había un recuerdo que realmente no debía perturbar, una página del diario
que no debía volver. Si tenía que revivir aquel horror, aquella...
abominación, se volvería loco. Como había enloquecido aquel día, aquel
último día, cuando había contemplado su propia condenación...
Se apoyó en la ventana, con la frente presionada sobre su frescor. Su
tutor también le había dicho: «El mal jamás encontrará la paz. Puede que
triunfe, pero jamás encontrará la paz».
¿Por qué había tenido que venir a Fell's Church?
Había esperado hallar la paz aquí, pero eso era imposible. Jamás le
aceptarían, jamás descansaría. Porque era malvado. No podía cambiar lo
que era.
Elena se levantó más temprano de lo habitual esa mañana y oyó a tía
Judith trasteando en su habitación, preparándose para tomar su ducha.
Margaret dormía aún profundamente, enroscada igual que un ratoncito en
su cama. Elena pasó ante la puerta entreabierta de su hermana menor sin
hacer ruido y continuó por el pasillo hasta abandonar la casa.
El aire era fresco y limpio esa mañana; el membrillo estaba habitado
únicamente por los acostumbrados arrendajos y gorriones. Elena, que se
había acostado con un terrible dolor de cabeza, alzó el rostro hacia el
limpio cielo azul y respiró profundamente.
Se sentía mucho mejor de lo que se había sentido el día anterior. Había
prometido encontrarse con Matt antes del instituto y, aunque no le hacía
mucha ilusión, estaba segura de que todo iría bien.
Matt vivía a sólo dos calles del instituto. Era una sencilla casa de
madera, como todas las demás en aquella calle, excepto que quizá el
columpio del porche estaba un poco más deslucido y la pintura un poco
más desconchada. Matt estaba ya en el exterior, y por un momento el
corazón de la muchacha se aceleró ante la familiar visión.
Realmente era apuesto. De eso no había duda. No del modo
deslumbrante, casi perturbador, de... alguna persona, sino de un saludable
modo americano. Matt Honeycutt era típicamente americano. Llevaba el
pelo rubio muy corto por la temporada de rugby y tenía la piel bronceada
debido al trabajo al aire libre en la granja de sus abuelos. Sus ojos azules
eran honestos y francos. Y justo hoy, mientras extendía los brazos para
abrazarla con suavidad, estaban algo tristes.
—¿Quieres entrar?
—No. Limitémonos a andar —dijo Elena.
Caminaron uno junto al otro sin tocarse. Arces y nogales negros
bordeaban aquella calle, y el aire tenía aún una quietud matutina. Elena
contempló sus pies sobre la húmeda acera, sintiéndose repentinamente
indecisa. Después de todo, seguía sin saber cómo empezar.
—No me has hablado de Francia —dijo él.
—Ah, fue fenomenal —respondió Elena, y le miró de soslayo; también él
miraba la acera—. Todo resultó fenomenal —continuó, intentando dar un
poco de entusiasmo a su voz—. La gente, la comida, todo. Realmente
fue... —Su voz se apagó, y lanzó una carcajada nerviosa.
—Sí, ya sé. Fenomenal —terminó él por ella.
Matt se detuvo y se quedó mirando al suelo, a sus arañadas zapatillas
de tenis. Elena vio que eran las del año anterior. La familia de Matt apenas
conseguía ir tirando; a lo mejor no había podido permitirse unas nuevas.
La joven alzó la vista y se encontró aquellos resueltos ojos azules fijos en
su rostro.
—¿Sabes?, tienes un aspecto de lo más fenomenal justo ahora —dijo él.
Elena abrió la boca con consternación, pero él volvía a hablar ya.
—E imagino que tienes algo que decirme.
Elena le miró de hito en hito, y él sonrió, con una sonrisa torcida y
pesarosa. Luego volvió a tenderle los brazos.
—Matt —dijo ella, abrazándole con fuerza; luego se apartó para mirarle
a la cara—. Matt, eres el chico más gentil que he conocido nunca. No te
merezco.
—Ah, entonces por eso me plantas —dijo él mientras volvían a andar—.
Porque soy demasiado bueno para ti. Debería haberme dado cuenta antes.
Ella le dio un puñetazo en el brazo.
—No, no es por eso, y tampoco te estoy plantando. Seremos amigos,
¿de acuerdo?
—Desde luego. Por supuesto.
—Porque eso es lo que he comprendido que somos. —Se detuvo,
volviendo a alzar la mirada hacia él—. Buenos amigos. Sé honrado ahora,
Matt, ¿no es eso lo que realmente sientes por mí?
Él la miró y luego alzó los ojos al cielo.
—¿Puedo acogerme a la Quinta Enmienda respecto a eso? —dijo y al ver
que Elena ponía cara larga, añadió—: no tiene nada que ver con ese chico
nuevo, ¿verdad?
—No —respondió ella tras una vacilación, y luego añadió con rapidez—,
ni siquiera le conozco aún. No sé quién es.
—Pero quieres conocerle. No, no lo digas. —La rodeó con un brazo y la
hizo girar con suavidad—. Vamos, vayamos hacia el instituto. Si tenemos
tiempo, incluso te compraré una rosquilla.
Mientras andaban, algo se agitó violentamente en el nogal sobre sus
cabezas. Matt lanzó un silbido y señaló con el dedo.
—¡Mira eso! Es el cuervo más grande que he visto nunca.
Elena miró, pero ya había desaparecido.
Aquel día, el instituto fue sólo el lugar adecuado para que Elena
repasara su plan.
Por la mañana había despertado sabiendo qué hacer. Y durante el día
reunió toda la información que pudo a propósito de Stefan Salvatore. Lo
que no fue difícil, porque todo el mundo en el Robert E. Lee hablaba de él.
Todo el mundo sabía que había tenido alguna especie de roce con la
secretaria de admisiones el día anterior. Y hoy lo habían llevado al
despacho del director. Algo relacionado con sus papeles. Pero el director lo
había enviado de vuelta al aula (tras, se rumoreaba, una llamada de larga
distancia a Roma... ¿o era Washington?), y todo parecía arreglado ya.
Oficialmente, al menos.
Cuando Elena llegó a su clase de Historia Europea aquella tarde, la
saludó un suave silbido en el pasillo. Dick Cárter y Tyler Smallwood
remoloneaban por allí. Una pareja de imbéciles de primera, se dijo,
haciendo caso omiso del silbido y las miradas fijas. Pensaban que ser
pateador y defensa en el equipo de rugby de la escuela los convertía en
unos tipos sensacionales. Mantuvo un ojo puesto en ellos mientras
también ella remoloneaba por el pasillo, dándose una nueva capa de
pintalabios y jugueteando con la polvera. Había dado a Bonnie
instrucciones especiales, y el plan estaba listo para ponerlo en práctica en
cuanto Stefan apareciera. El espejo de la polvera le proporcionaba una
visión fenomenal del pasillo a su espalda.
Con todo, de algún modo no le vio llegar. Apareció a su lado de
improviso, y ella cerró la polvera de golpe mientras él pasaba. Su
intención era detenerlo, pero algo sucedió antes de que pudiera hacerlo.
Stefan se puso tenso... o, al menos, algo hubo en él que le hizo adoptar
una actitud cautelosa de improviso. Justo entonces, Dick y Tyler se
colocaron frente a la puerta del aula de historia, impidiendo el paso.
Imbéciles de talla mundial, se dijo Elena. Echando chispas, los miró
iracunda por encima del hombro de Stefan.
Disfrutaban con el jueguecito, repantigados en la entrada mientras
fingían estar totalmente ciegos a la presencia de Stefan allí de pie.
—Excusad.
Era el mismo tono de voz que había usado con el profesor de historia.
Sosegado, distante.
Dick y Tyler se miraron el uno al otro, luego a su alrededor, como si
oyeran voces fantasmales.
—¿Escuuzi? —dijo Tyler con voz de falsete—. ¿Escuuzi a mí? ¿A mí
escuuzi? ¿Jacuzzi?
Los dos rieron.
Elena vio cómo los músculos se tensaban bajo la camiseta que tenía
delante. Aquello era totalmente injusto; los dos eran más altos que Stefan
y las espaldas de Tyler eran casi el doble de anchas.
—¿Sucede algo?
Elena se sobresaltó tanto como los dos muchachos ante la nueva voz a
su espalda. Dio media vuelta y se encontró con Matt. Sus ojos azules
tenían una mirada dura.
Elena se mordió los labios para contener una sonrisa mientras Tyler y
Dick se apartaban despacio, con resentimiento. El bueno de Matt, se dijo.
Pero ahora el bueno de Matt entraba en el aula acompañando a Stefan, y
ella se tenía que resignar con seguirlos, observando la parte posterior de
dos camisetas. Cuando se sentaron, se deslizó en el pupitre situado detrás
de Stefan, desde donde podía observarle sin que la viera. Su plan tendría
que esperar hasta que finalizara la clase.
Matt hacía sonar monedas en su bolsillo, lo que significaba que quería
decir algo.
—Eh, oye —empezó por fin, incómodo—. Esos chicos, ya sabes...
Stefan rió. Fue un sonido amargo.
—¿Quién soy yo para juzgar?
Había más emoción en su voz de la que Elena había oído antes, incluso
cuando había hablado al señor Tanner. Y aquella emoción era infelicidad
total.
—De todos modos, ¿por qué tendría que ser bienvenido aquí? —finalizó,
casi para sí mismo.
—¿Por qué no deberías serlo? —Matt había estado mirando fijamente a
Stefan, y en ese momento su mandíbula se irguió con determinación—.
Oye —dijo—, ayer hablaste sobre rugby. Bien, nuestro mejor receptor
abierto se ha roto un ligamento, y necesitamos un sustituto. Las pruebas
son esta tarde. ¿Qué te parece?
—¿Yo? —Stefan pareció verse cogido por sorpresa—. Ah... No sé si
podría.
—¿Sabes correr?
—¿Correr...?
Stefan se medio giró hacia Matt, y Elena vio cómo un leve atisbo de
sonrisa curvaba sus labios.
—Sí.
—Eso es todo lo que un receptor abierto tiene que hacer. Yo soy el
quarterback. Si puedes atrapar lo que yo tire y correr con ello, puedes
jugar.
—Entiendo.
Lo cierto era que Stefan casi sonreía, y aunque la boca de Matt tenía
una expresión seria, sus ojos azules estaban risueños. Sorprendida de sí
misma, Elena advirtió que estaba celosa. Había una cordialidad entre los
dos muchachos que la excluía completamente.
Pero al siguiente instante, la sonrisa de Stefan desapareció y éste dijo
en tono vago:
—Gracias..., pero no. Tengo otros compromisos.
En ese momento, Bonnie y Caroline llegaron y empezó la clase.
Durante toda la lección de Tanner sobre Europa, Elena no dejó de
repetirse: «Hola, me llamo Elena Gilbert. Estoy en el comité de bienvenida
del último curso y me han designado para que te muestre el instituto.
¿Seguramente no querrás ponerme en un aprieto, verdad, no dejando que
haga mi trabajo?». Eso último con ojos muy abiertos y melancólicos...,
pero sólo si daba la impresión de que él intentara escabullirse. Era
virtualmente infalible. Seguro que no podía resistirse a una dama en
apuros.
Cuando iban por la mitad de la clase, la chica sentada a su derecha le
pasó una nota. Elena la abrió y reconoció la letra redonda e infantil de
Bonnie. Decía: «He mantenido a C. alejada todo el tiempo que pude. ¿Qué
ha sucedido? ¿Ha funcionado?».
Elena alzó la vista y vio a Bonnie vuelta hacia atrás en su asiento de la
primera fila. Elena señaló la nota y negó con la cabeza, articulando con los
labios: «Después de clase».
Pareció que transcurría un siglo antes de que Tanner diera las últimas
instrucciones sobre exposiciones orales y los despidiera. Entonces todo el
mundo se levantó de golpe. «Ahí vamos», pensó Elena, y con el corazón
latiéndole con fuerza, se colocó directamente en el camino de Stefan,
impidiéndole el paso por el pasillo de modo que no pudiera rodearla.
Justo igual que Dick y Tyler, se dijo, sintiendo un irresistible impulso de
reír como una tonta. Alzó la mirada y se encontró con sus ojos justo a la
altura de la boca del muchacho.
Su mente se quedó en blanco. ¿Qué era lo que se suponía que debía
decir? Abrió la boca y de algún modo las palabras que había estado
ensayando brotaron atropelladamente.
—Hola, soy Elena Gilbert, y estoy en el comité de bienvenida del último
curso y me han designado para...
—Lo siento; no tengo tiempo.
Por un momento no pudo creer que él estuviera hablando, que no fuera
a darle siquiera la oportunidad de terminar. Su boca siguió pronunciando
el discurso.
—... que te muestre el instituto...
—Lo siento. No puedo. Tengo que... tengo que ir a las pruebas de rugby.
—Stefan volvió la cabeza hacia Matt, que se mantenía al margen con
expresión atónita—. Dijiste que eran justo después del instituto, ¿verdad?
—Sí —dijo éste lentamente—, pero...
—Entonces será mejor que me ponga en marcha. Tal vez podrías
mostrarme el camino.
Matt miró a Elena con expresión de impotencia y luego se encogió de
hombros.
—Bueno..., claro. Vamos.
Echó un vistazo atrás mientras se iban. Stefan, no.
Elena se encontró paseando la mirada por un círculo de observadores,
incluida Caroline, que le dedicaba una clara sonrisita de suficiencia. La
muchacha sintió un aturdimiento en todo el cuerpo y una sensación de
ahogo en la garganta. No podía soportar seguir allí ni un segundo más. Dio
la vuelta y abandonó el pasillo tan aprisa como pudo.

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