La luna llena brillaba de pleno cuando Stefan regresó a la casa de
huéspedes. Estaba mareado, casi tambaleante, tanto por la fatiga como
por la superabundancia de sangre que había consumido. Había
transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se había permitido
alimentarse tan copiosamente. Pero el estallido de Poder en bruto junto al
cementerio lo había contagiado de su frenesí, echando por tierra su ya
debilitado control. Seguía sin saber con seguridad de dónde había salido el
Poder. Había estado observando a las muchachas humanas desde su
puesto en las sombras cuando éste estalló por detrás de él, haciendo huir
a las jóvenes, y se había visto atrapado entre el temor de que éstas fueran
a parar al río y el deseo de sondear aquel Poder y descubrir su
procedencia. Al final, la había seguido a ella, incapaz de arriesgarse a que
resultara herida.
Algo negro había volado en dirección a los árboles mientras las
humanas alcanzaban la protección del puente, pero ni siquiera los
sentidos nocturnos de Stefan pudieron descifrar de qué se trataba. Había
vigilado mientras ella y las otras dos marchaban en dirección a la ciudad.
Luego había regresado al cementerio.
Estaba vacío entonces, purgado de lo que fuera que había estado allí.
Sobre el suelo yacía una fina tira de tela que a unos ojos corrientes les
habría parecido gris en la oscuridad. Pero él vio su auténtico color, y
mientras la arrugaba entre los dedos, alzándola despacio hasta tocar sus
labios, olió el aroma de los cabellos de la muchacha.
Los recuerdos lo asaltaron. Ya era bastante terrible cuando se hallaba
fuera de su vista, cuando el sereno resplandor de su mente sólo
martirizaba los bordes de su consciencia. Pero estar en la misma aula que
ella en la escuela, sentir su presencia detrás de él, oler la embriagadora
fragancia de su piel a su alrededor, era casi más de lo que podía soportar.
Había escuchado cada queda respiración de la joven, sentido su calidez
irradiando sobre su espalda, percibido cada latido de su melodioso pulso. Y
finalmente, con gran horror por su parte, se había encontrado cediendo a
ello. Su lengua se había deslizado arriba y abajo sobre sus colmillos,
deleitándose con el placer-dolor que crecía allí, alentándolo. Había
aspirado su olor por la nariz de un modo deliberado, y dejado que las
visiones acudieran, imaginándolo todo. Lo suave que sería su cuello, y
cómo sus labios irían a su encuentro con igual suavidad al principio,
depositando diminutos besos aquí y allí, hasta que alcanzaran el blando hueco de su garganta. Cómo se acurrucarían allí, en el lugar donde el
corazón de la joven latía con tanta fuerza contra la delicada piel. Y cómo
por fin sus labios se abrirían, se apartarían de los ansiosos dientes afilados
como pequeñas dagas y...
No. Había salido de su trance con una sacudida, su propio pulso latiendo
irregularmente, el cuerpo estremecido. Habían dado por finalizada la clase,
a su alrededor todo era movimiento, y sólo podía esperar que nadie le
hubiese estado observando con demasiada atención.
Cuando ella le había hablado, había sido incapaz de creer que pudiera
mirarla a la cara mientras sus venas ardían y toda su mandíbula superior
suspiraba por ella. Por un momento había temido que su control se
quebraría, que la sujetaría por los hombros y la tomaría delante de todos
ellos. No tenía ni idea de cómo había podido escapar, sólo que algo más
tarde estaba canalizando su energía en forma de duro ejercicio,
vagamente consciente de que no debía utilizar los Poderes. No importaba;
incluso sin ellos era en todos los aspectos superior a los muchachos
mortales que competían con él en el campo de rugby. Su visión era más
aguda, los reflejos más veloces, los músculos, más fuertes. En seguida,
una mano le había palmeado la espalda y la voz de Matt había sonado en
sus oídos:
—¡Felicidades! ¡Bienvenido al equipo!
Al contemplar aquel rostro franco y sonriente, Stefan se había sentido
invadido por la vergüenza. «Si supieras lo que soy, no me sonreirías —
había pensado sombrío—. He ganado esta competición vuestra mediante
engaños. Y la chica a la que amas..., porque la amas, ¿verdad?, está en
mis pensamientos justo ahora.»
Y había permanecido en ellos a pesar de todos sus esfuerzos por
desterrarla aquella tarde. Había ido a parar al cementerio ciegamente,
arrancado del bosque por una fuerza que no comprendía. Una vez allí, la
había vigilado, luchando consigo mismo, luchando contra el ansia, hasta
que el estallido de Poder la había hecho huir a ella y a sus amigas. Y luego
había regresado a casa..., pero no hasta después de alimentarse. Después
de haber perdido el control.
Era incapaz de recordar cómo había sucedido exactamente, cómo había
permitido que sucediera. Aquella llamarada de Poder lo había provocado,
despertando cosas en su interior que era mejor dejar que durmieran. La
necesidad de cazar. El ansia por la caza, por el olor a miedo y el salvaje
triunfo de caer sobre la presa. Hacía años —siglos— que no sentía el ansia
con tanta fuerza. Sus venas habían empezado a arder como el fuego. Y
todos sus pensamientos se habían vuelto rojos: era incapaz de pensar en
otra cosa que no fuera el cálido sabor cúprico, la efervescencia vital de la
sangre.
Con aquella excitación rugiendo aún en su interior, había dado un paso
o dos tras las muchachas. ¿Qué podría haber sucedido de no haberse
cruzado en su camino el anciano? Era mejor no pensarlo. Cuando llegó al final del puente, sus orificios nasales se habían ensanchado ante el olor
fuerte y característico a carne humana.
Sangre humana. El elixir supremo, el vino prohibido. Más embriagador
que cualquier licor, la humeante esencia de la vida misma. Y estaba tan
cansado de oponerse al ansia...
Había habido un movimiento en la orilla, al agitarse un montón de viejos
harapos. Y al instante siguiente, Stefan había aterrizado con un
movimiento grácil y felino junto a él. La mano salió despedida al frente y
retiró los harapos, dejando al descubierto un rostro arrugado y
parpadeante encima de un cuello esquelético. Sus labios se echaron hacia
atrás.
Y a continuación todo lo que se oyó fue un sonido de succión.
En aquellos momentos, mientras ascendía a trompicones por la escalera
principal de la casa de huéspedes, intentó no pensar en ello y no pensar
en ella..., en la muchacha que le tentaba con su calidez, con su vida. Ella
había sido la que realmente deseaba, pero a partir de aquel momento
debía poner freno a aquello, debía matar cualquier pensamiento parecido
antes de que se iniciara. Por su bien y por el de ella. Él era su peor
pesadilla hecha realidad y ella ni siquiera lo sabía.
—¿Quién anda ahí? ¿Eres tú, chico? —gritó, chillona, una voz cascada.
Una de las puertas del segundo piso se abrió y una cabeza canosa
asomó fuera.
—Sí, signora..., señora Flowers. Siento haberla perturbado.
—Ah, se necesita más que el crujido de una tabla del suelo para
perturbarme. ¿Cerraste la puerta con llave al entrar?
—Sí, signora. Está... a salvo.
—Eso está bien. Necesitamos estar seguros aquí. Uno nunca sabe lo que
podría salir de esos bosques, ¿verdad?
El muchacho dirigió una veloz mirada al pequeño rostro sonriente
rodeado de mechones grises, a los ojos brillantes que se movían de un
lado a otro. ¿Ocultaban algún secreto?
—Buenas noches, signora.
—Buenas noches, chico. —La mujer cerró la puerta.
Ya en su propia habitación, Stefan se dejó caer sobre la cama y
permaneció tumbado con los ojos fijos en el techo bajo e inclinado.
Por lo general tenía un sueño intranquilo por las noches; no era su hora
natural de dormir. Pero esa noche estaba cansado. Requería tanta energía
enfrentarse a la luz del sol. Y la comida pesada no hacía más que
contribuir a su letargo. Pronto, aunque sus ojos no se cerraron, dejó de
contemplar el techo encalado sobre su cabeza.
Retazos aleatorios de recuerdos flotaron por su mente. Katherine, tan
encantadora aquella noche junto a la fuente, la luz de la luna tiñendo de plata sus pálidos cabellos dorados. Qué orgulloso se había sentido de estar
sentado con ella, de ser quien compartiera su secreto...
—Pero ¿no puedes salir nunca a la luz del sol?
—Sí que puedo, siempre y cuando lleve esto puesto. —Alzó una
pequeña mano blanca, y la luz de la luna brilló sobre el anillo de lapislázuli
que llevaba en ella—. Pero el sol me cansa mucho. Nunca he sido muy
fuerte.
Stefan la contempló, contempló la delicadeza de sus facciones y la
delgadez de su cuerpo. Era casi tan incorpórea como el cristal hilado. No,
jamás debió de ser fuerte.
—De niña, a menudo estaba enferma —dijo en voz muy baja, los ojos
fijos en el juego del agua en la fuente.
—La última vez, el doctor dijo que me moriría. Recuerdo que papá
lloraba y recuerdo estar tumbada en mi enorme cama, demasiado débil
para moverme. Incluso respirar era un esfuerzo excesivo. Me entristecía
tanto abandonar el mundo y tenía tanto frío, tantísimo frío... —Se
estremeció y luego sonrió.
—Pero ¿qué sucedió?
—Desperté en plena noche y encontré a Gudren, mi doncella, de pie
junto a mi cama. Y entonces se hizo a un lado y vi al hombre que había
traído. Sentí miedo. Su nombre era Klaus y había oído a la gente del
pueblo decir que era malvado. Grité a Gudren que me salvara, pero ella se
limitó a permanecer allí de pie, observando. Cuando él acercó la boca a mi
cuello, pensé que iba a matarme.
Hizo una pausa. Stefan la miraba con horror y compasión, y ella le
dedicó una sonrisa reconfortante.
—No fue tan terrible después de todo. Hubo un poco de dolor al
principio, pero desapareció rápidamente. Y luego la sensación fue en
realidad agradable. Cuando él me dio de su sangre para beber, me sentí
más fuerte de lo que había estado en meses. Y luego esperamos juntos a
que transcurrieran las horas hasta que llegó el amanecer. Cuando vino el
doctor, no podía creer que yo pudiera incorporarme en la cama y hablar.
Papá dijo que era un milagro y volvió a llorar, pero de alegría. —Su rostro
se nubló—. Tendré que abandonar a mi padre pronto. Un día de éstos
advertirá que desde aquella enfermedad no he envejecido ni una hora.
—¿Y jamás lo harás?
—No. ¡Eso es lo más maravilloso de todo, Stefan! —Alzó los ojos hacia él
con infantil júbilo—. ¡Seré joven eternamente y nunca moriré! ¿Puedes
imaginarlo?
Él no podía imaginarla como nada que no fuese lo que era en aquel
momento: adorable, inocente, perfecta.
—Pero... ¿no lo encontraste aterrador al principio?
—Al principio, un poco. Pero Gudren me mostró qué hacer. Fue ella
quien me dijo que encargara este anillo, con una gema que me protegería
de la luz solar. Mientras estuve en cama, me trajo sustanciosas bebidas
calientes. Más tarde, me trajo pequeños animales que su hijo atrapaba.
—¿No... personas?
Se oyó su risa.
—Por supuesto que no. Puedo obtener todo lo que necesito en una
noche de una paloma. Gudren dice que si deseo ser poderosa, debería
tomar sangre humana, pues la esencia vital de los humanos es más fuerte.
Y Klaus también solía instarme a hacerlo; quería volver a intercambiar
sangre. Pero yo le digo a Gudren que no quiero poder. Y en cuanto a
Klaus...
Se interrumpió y bajó los ojos, de modo que las espesas pestañas
descansaron sobre la mejilla. Su voz era muy baja cuando prosiguió:
—No creo que sea una cosa que deba hacerse a la ligera. Tomaré sangre
humana sólo cuando haya encontrado a mi compañero, aquel que estará
junto a mí por toda la eternidad. —Alzó la mirada hacia él con expresión
seria.
Stefan le sonrió, sintiéndose aturdido y pletórico de orgullo. Apenas
consiguió contener la felicidad que sintió en aquel momento.
Pero eso fue antes de que su hermano Damon regresara de la
universidad. Antes de que Damon volviera y contemplara los ojos azules
como joyas de Katherine.
Sobre su cama en la habitación de techo bajo, Stefan gimió. Entonces la
oscuridad lo atrajo más profundamente, y nuevas imágenes empezaron a
titilar en su mente.
Eran visiones dispersas del pasado que no formaban una secuencia
coherente. Las vio como escenas brevemente iluminadas por relámpagos.
El rostro de su hermano, crispado en una máscara de furia inhumana. Los
ojos azules de Katherine, centelleando y danzando mientras efectuaba
piruetas con su nuevo vestido blanco. El fugaz atisbo de algo blanco tras
un limonero. El contacto de una espada en su mano; la voz de Giuseppe
gritando desde la distancia; el limonero. No debía dar la vuelta al limonero.
Volvió a ver el rostro de Damon, pero en esa ocasión su hermano reía
como loco. Reía sin parar, con un sonido parecido al chirriar del cristal
roto. Y el limonero estaba más cerca ya...
—¡Damon... Katherine... no!
Estaba sentado totalmente tieso en la cama.
Se pasó unas manos temblorosas por los cabellos y serenó su
respiración.
Un sueño terrible. Hacía mucho tiempo que no se había visto torturado
por sueños como aquél; mucho, desde luego, desde la última vez que soñó
algo. Los últimos segundos pasaron una y otra vez por su mente, y volvió
a ver el limonero y escuchó de nuevo la risa de su hermano.
Resonó en su mente casi con excesiva nitidez. De improviso, sin ser
consciente de una decisión deliberada de moverse, Stefan se encontró
ante la ventana abierta. Sintió el frío aire nocturno sobre las mejillas al
mirar a la oscuridad plateada.
«¿Damon?» Envió el pensamiento en una oleada de Poder, rastreando.
Luego se sumió en una inmovilidad total, escuchando con todos sus
sentidos.
No sintió nada, ninguna ondulación como respuesta. A poca distancia,
una pareja de aves nocturnas alzaron el vuelo. En la ciudad, muchas
mentes dormían; en el bosque, animales nocturnos se dedicaban a sus
ocupaciones privadas.
Suspiró y volvió a girar hacia la habitación. A lo mejor se había
equivocado respecto a la risa; a lo mejor incluso había estado equivocado
sobre la amenaza en el cementerio. Fell's Church estaba silenciosa y
tranquila, y él debería imitarla. Necesitaba dormir.
5 de setiembre (en realidad, primeras horas del 6 de septiembre...
sobre la 1 de la madrugada)
Querido diario:
Debería regresar a la cama en seguida. Hace apenas unos pocos
minutos desperté pensando que alguien chillaba, pero ahora la casa está
en silencio. Han sucedido tantas cosas extrañas esta noche, que tengo los
nervios destrozados, supongo.
Al menos desperté sabiendo exactamente qué voy a hacer respecto a
Stefan. Todo el asunto más o menos se me ocurrió de repente. El Plan B,
Fase Uno, se inicia mañana.
Los ojos de Francés llameaban, y tenía las mejillas arreboladas mientras
se aproximaba a las tres muchachas sentadas ante la mesa.
—¡Elena, tienes que oír esto!
Elena le sonrió educadamente, pero sin demasiada familiaridad. Francés
bajó la cabeza.
—Quiero decir..., ¿puedo unirme a vosotras? Acabo de enterarme de la
cosa más absurda respecto a Stefan Salvatore.
—Siéntate —indicó Elena con deferencia—. Pero —añadió untando
mantequilla en un panecillo— no estamos realmente interesadas en la
noticia.
—¿Vosotras no...? —Francés se la quedó mirando fijamente; miró a
Meredith, luego a Bonnie—. Vosotras, chicas, estáis de broma, ¿verdad?
—En absoluto. —Meredith ensartó una judía verde y la observó con
suspicacia—. Tenemos otras cosas en la cabeza hoy.
—Exactamente —indicó Bonnie tras un repentino sobresalto—. Stefan es
algo pasado, ¿sabes? Ya no interesa. —Se inclinó y se frotó el tobillo.
Francés miró a Elena suplicante.
—Pero pensaba que querías saberlo todo respecto a él.
—Curiosidad —repuso Elena—. Al fin y al cabo es un visitante, y quería
darle la bienvenida a Fell's Church. Pero, por supuesto, debo mantenerme
fiel a Jean-Claude.
—¿Jean-Claude?
—Jean-Claude —dijo Meredith, enarcando las cejas y suspirando.
—Jean-Claude —repitió Bonnie animosamente.
Delicadamente, con el pulgar y el índice, Elena sacó una foto de su
mochila.
—Aquí está de pie frente a la casita en la que nos alojábamos. Justo
después me cortó una flor y dijo... bueno —sonrió misteriosamente—, no
debería repetirlo.
Francés contemplaba con atención la foto, que mostraba a un hombre
joven, sin camisa, de pie frente a una mata de hibisco y sonriendo con
timidez.
—Es mayor que tú, ¿verdad? —dijo con respeto.
—Veintiuno. Por supuesto... —Elena miró por encima del hombro—, mi
tía jamás lo aprobaría, de modo que se lo estamos ocultando hasta que
me gradúe. Tenemos que escribirnos en secreto.
—Qué romántico... —musitó Francés—. No se lo diré a nadie, lo prometo.
Pero respecto a Stefan...
Elena le dedicó una sonrisa de superioridad.
—Si tengo que comer comida europea —dijo—, prefiero la francesa a la
italiana siempre. —Volvió la cabeza hacia Meredith—. ¿No te parece?
—Mm... mmm. Siempre. —Meredith y Elena se sonrieron la una a la otra
con complicidad, luego se volvieron hacia Francés—. ¿No estás de
acuerdo?
—Pues sí —respondió ella apresuradamente—. Yo también. Siempre.
Sonrió de manera cómplice ella también y asintió varias veces mientras
se levantaba y marchaba.
Cuando desapareció, Bonnie dijo lastimera:
—Esto va a matarme. Elena, me moriré si no me entero del chismorreo.
—Ah, ¿eso? Yo puedo contártelo —respondió Elena con calma—. Iba a
decir que existe un rumor por ahí de que Stefan es un agente de la
brigada de estupefacientes.
—¿Un qué? —Bonnie la miró fijamente, y luego prorrumpió en
carcajadas—. Pero eso es ridículo. ¿Qué agente de estupefacientes en todo
el mundo se vestiría así y llevaría gafas oscuras? Quiero decir, ha hecho
todo lo que puede para atraer la atención sobre él... —Su voz se apagó, y
sus ojos castaños se abrieron más—. Pero entonces, ése puede ser el
motivo de que lo haga. ¿Quién sospecharía jamás de alguien tan obvio? Y
vive solo, y es terriblemente reservado... ¡Elena! ¿Y si es cierto?
—No lo es —dijo Meredith.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque yo soy quien lo inventó. —Al ver la expresión de Bonnie, sonrió
de oreja a oreja y añadió—: Elena me dijo que lo hiciera.
—Ahhh. —Bonnie dirigió una mirada de admiración a Elena—. Eres
perversa. ¿Puedo decir a la gente que tiene una enfermedad terminal?
—No, no puedes. No quiero a una ristra de Florences Nightingale
haciendo cola para sostenerle la mano. Pero puedes contar a la gente lo
que quieras sobre Jean-Claude.
Bonnie tomó la fotografía.
—¿Quién era realmente?
—El jardinero. Estaba loco por esas matas de hibiscos. También estaba
casado y con dos hijos.
—Una lástima —comentó Bonnie en tono serio—. Y tú le dijiste a Francés
que no le hablara a nadie de él...
—Exacto. —Elena consultó su reloj—. Lo que significa que sobre las, ah,
digamos dos en punto, debería saberlo toda la escuela.
Tras las clases, las muchachas fueron a casa de Bonnie. Las recibieron
en la puerta principal unos ladridos agudos, y cuando Bonnie abrió la
puerta, un pequinés muy viejo y gordo intentó escapar. Se llamaba
Yangtzé, y estaba tan malcriado que nadie excepto la madre de Bonnie lo
soportaba. Mordisqueó el tobillo de Elena cuando ésta pasó por su lado.
La sala de estar estaba oscura y abarrotada, con grandes cantidades de
mobiliario recargado y cortinas gruesas en las ventanas. La hermana de
Bonnie, Mary, estaba allí, quitándose las horquillas que sujetaban una
cofia a sus ondulados cabellos rojos. Tenía sólo dos años más que Bonnie y
trabajaba en el dispensario de Fell's Church.
—Ah, Bonnie —saludó—, me alegro de que estés de vuelta. Hola, Elena,
Meredith.
Elena y Meredith dijeron «hola».
—¿Qué sucede? Pareces cansada —dijo Bonnie.
Mary dejó caer la cofia sobre la mesa de centro. En lugar de responder,
fue ella quien hizo una pregunta.
—Anoche, cuando llegaste a casa tan alterada, ¿dónde dijiste que
habíais estado?
—Allá en el... Sólo allá abajo, junto al puente Wickery.
—Eso es lo que pensé. —Mary aspiró con fuerza—. Ahora escúchame,
Bonnie McCullough. No vuelvas a ir allí, y especialmente sola y de noche.
¿Comprendido?
—Pero ¿por qué no? —inquirió Bonnie, absolutamente desconcertada.
—Porque anoche atacaron a alguien allí, ése es el porqué no. ¿Y sabes
dónde lo encontraron? Justo en la orilla debajo del puente Wickery.
Elena y Meredith se le quedaron mirando con incredulidad, y Bonnie
agarró con fuerza el brazo de Elena.
—¿Atacaron a alguien debajo del puente? Pero ¿quién era? ¿Qué
sucedió?
—No lo sé. Esta mañana uno de los trabajadores del cementerio lo
descubrió allí tendido. Supongo que era alguna persona sin hogar y que
probablemente iba a dormir bajo el puente cuando la atacaron. Pero
estaba medio muerto cuando la trajeron y no ha recuperado el
conocimiento aún. Podría morir.
—¿Qué quieres decir con atacado? —inquirió Elena, tragando saliva.
—Quiero decir —respondió Mary con claridad— que casi le habían
desgarrado totalmente la garganta. Perdió una increíble cantidad de
sangre. Al principio pensaron que podría haber sido un animal, pero ahora
el doctor Lowen dice que fue una persona. Y la policía cree que
quienquiera que lo hiciese podría ocultarse en el cementerio. —Mary miró
a cada una de ellas por turno, con la boca convertida en una línea recta—.
De modo que si estuvisteis allí junto al puente... o en el cementerio, Elena
Gilbert..., entonces esa persona podría haber estado allí con vosotras.
¿Entendido?
—Ya no tienes que asustarnos más —dijo Bonnie con voz débil—. Lo
hemos captado, Mary.
—De acuerdo. Estupendo. —Mary hundió los hombros y se frotó la nuca
con gesto cansado—. Tengo que tumbarme un rato. No era mi intención
ser una gruñona —dijo mientras abandonaba la salita.
Una vez a solas, las tres muchachas se miraron entre sí.
—Podría haber sido una de nosotras —dijo Meredith con calma—. En
especial tú, Elena; tú fuiste allí sola.
Elena sentía una picazón por toda la piel, el mismo sentimiento doloroso
de alerta que había tenido en el viejo cementerio. Podía sentir la frialdad del viento y ver las hileras de lápidas a su alrededor. La luz del sol y el
Robert E. Lee jamás habían parecido tan lejanos.
—Bonnie —dijo despacio—, ¿viste a alguien allí fuera? ¿Es eso a lo que
te referías cuando dijiste que alguien me estaba esperando?
En la habitación oscura, Bonnie la contempló sin comprender.
—¿De qué hablas? Yo no dije eso.
—Sí, lo dijiste.
—No, no lo hice. Jamás dije eso.
—Bonnie —intervino Meredith—, las dos te oímos. Te quedaste mirando
fijamente a las viejas lápidas, y luego dijiste a Elena...
—No sé de qué estáis hablando y yo no dije absolutamente nada. —
Bonnie tenía el rostro congestionado por la cólera y había lágrimas en sus
ojos—. No quiero seguir hablando de ello.
Elena y Meredith se miraron la una a la otra impotentes. En el exterior,
el sol se ocultó tras una nube.
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