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martes, 5 de enero de 2010

DESPERTAR-- CRONICAS VAMPIRICAS-- CAPITULO 4

Para cuando llegó a su taquilla, el aturdimiento se disipaba ya y el nudo
en su garganta intentaba disolverse en lágrimas. Pero no lloraría en el
instituto, se dijo, no iba a hacerlo. Tras cerrar la taquilla, se encaminó a la
salida principal.
Por segundo día consecutivo, regresaba a casa del instituto justo tras
sonar la última campana, y sola. Tía Judith no podría sobrellevarlo. Pero
cuando Elena llegó a su casa, el coche de tía Judith no estaba en la
entrada; ella y Margaret debían de haber ido al mercado. La casa estaba
silenciosa y tranquila cuando Elena abrió la puerta.
Agradeció la quietud; quería estar sola en aquellos momentos. Pero, por
otra parte, no sabía exactamente qué hacer consigo misma. Ahora que
finalmente ya podía llorar, descubrió que las lágrimas no acudían. Soltó la
mochila sobre el suelo del vestíbulo delantero y entró despacio en la sala
de estar.
Era una habitación hermosa e imponente, la única parte de la casa
además del dormitorio de Elena que pertenecía a la construcción original.
La primera casa se había construido antes de 1861 y se había quemado
casi por completo durante la guerra de Secesión. Todo lo que se pudo
salvar fue esa habitación, con su elaborada chimenea enmarcada por
molduras en forma de volutas, y el gran dormitorio del piso superior. El
bisabuelo del padre de Elena había construido una nueva casa y los Gilbert
habían vivido en ella desde entonces.
Elena giró para mirar por una de las ventanas que iban desde el suelo
hasta el techo. El cristal era antiguo y grueso y mostraba ondulaciones, y
todo en el exterior quedaba distorsionado, con un aspecto ligeramente
sesgado. Recordó la primera vez que su padre le había mostrado aquel
viejo cristal con ondulaciones, cuando ella era más joven aún de lo que
Margaret era en la actualidad.
La sensación de ahogo había regresado a su garganta, pero las lágrimas
seguían sin acudir. Todo en su interior era contradictorio. No quería
compañía, y a la vez se sentía dolorosamente sola; realmente quería
pensar, pero ahora que lo intentaba, los pensamientos la esquivaban
como ratones huyendo de una lechuza blanca.
«Una lechuza blanca... ave de presa... devorador de carne... cuervo»,
pensó. «El cuervo más grande que he visto nunca», había dicho Matt.
Los ojos volvieron a escocerle. Pobre Matt. Le había herido, pero él se lo
había tomado muy bien. Incluso había sido amable con Stefan.
Stefan. Su corazón dio un baquetazo, violento, arrancando a sus ojos
dos lágrimas ardientes. Bueno, por fin lloraba. Lloraba de rabia y
humillación y frustración... ¿y qué más?
¿Qué había perdido en realidad ese día? ¿Qué sentía en realidad por
aquel desconocido, aquel Stefan Salvatore? Era un desafío, sí, y eso le
hacía ser distinto, interesante. Stefan era exótico..., excitante.
Resultaba curioso, justo lo que algunos chicos le habían dicho a veces a
Elena que ella era. Y más tarde se enteraba por ellos, o por sus amigos o
hermanas, de lo nerviosos que estaban antes de salir con ella, cómo se les
ponían sudorosas las palmas de las manos y sentían el estómago lleno de
mariposas. A Elena esas historias siempre le habían parecido divertidas.
Ningún chico de los que había conocido a lo largo de su vida la había
puesto nerviosa.
Pero al hablar con Stefan hoy, su pulso se había acelerado y las rodillas
habían estado a punto de doblarse. Había tenido las palmas húmedas. Y
no había habido mariposas en su estómago..., había habido murciélagos.
¿Le interesaba el muchacho porque la ponía nerviosa? No era una buena
razón, se dijo. De hecho, era una muy mala razón.
Pero estaba también aquella boca. Aquella boca tan perfecta que hacía
que sus rodillas se doblaran con algo que no tenía nada que ver con el
nerviosismo. Y aquellos cabellos negros como la noche; sus dedos
ansiaban entretejerse en su suavidad. Aquel cuerpo ágil de musculatura
plana, aquellas piernas largas... y aquella voz. Fue su voz lo que la había
decidido el día anterior, haciendo que se sintiera totalmente empeñada en
tenerle. Su voz había sido serena y desdeñosa al hablar al señor Tanner,
pero extrañamente persuasiva a pesar de todo. Se preguntó si podría
volverse misteriosa y oscura también, y cómo sonaría pronunciando su
nombre, susurrando su nombre...
—¡Elena!
Elena se sobresaltó, la ensoñación hecha pedazos. Pero no era Stefan
Salvatore quien la llamaba, era tía Judith que abría la puerta con un
traqueteo.
—¿Elena? ¡Elena! —Y aquélla era Margaret, con la voz chillona y
aflautada—. ¿Estás en casa?
La desdicha volvió a embargar a la muchacha, y paseó la mirada por la
cocina. No estaba en condiciones de enfrentarse a las preguntas
preocupadas de su tía ni a la alegría inocente de Margaret en aquellos
momentos. No con las pestañas húmedas y nuevas lágrimas amenazando
con aparecer en cualquier instante. Tomó una decisión relámpago y se
escabulló en silencio por la puerta trasera mientras la puerta principal se
cerraba de un portazo.
Una vez abandonado el porche trasero, y ya en el patio, vaciló. No
quería tropezarse con nadie conocido. Pero ¿adonde podía ir para estar
sola?
La respuesta llegó casi al instante. Desde luego. Iría a ver a su madre y
a su padre.
Era una caminata bastante larga, casi hasta las afueras de la ciudad,
pero durante los últimos tres años se había convertido en algo
acostumbrado para Elena. Cruzó al otro lado del puente Wickery y
ascendió la colina, pasando ante la iglesia en ruinas. Luego descendió al
pequeño valle situado abajo.
Aquella parte del cementerio estaba bien cuidada; era a la parte antigua
a la que se le permitía estar en un estado ligeramente salvaje. Aquí, la
hierba estaba pulcramente cortada, y ramos de flores ofrecían notas de
vividos colores. Elena se sentó junto a la gran lápida de mármol con la
palabra «Gilbert» tallada en la parte frontal.
—Hola, mamá. Hola, papá —murmuró.
Se inclinó sobre el lugar para depositar una flor violeta que había
recogido de camino. Luego dobló las piernas bajo el cuerpo y se quedó
sentada.
Había ido allí a menudo tras el accidente. Margaret sólo tenía un año en
el momento del accidente de coche, y lo cierto era que no los recordaba.
Pero Elena sí. Dejó que su mente retrocediera para ojear recuerdos, y el
nudo de su garganta aumentó y las lágrimas salieron con más facilidad.
Todavía los echaba mucho de menos... Su madre, tan joven y hermosa, y
su padre, con una sonrisa que le arrugaba los ojos.
Tenía suerte de contar con tía Judith, desde luego. No todas las tías
abandonarían su empleo y volverían a vivir en una ciudad pequeña para
hacerse cargo de dos sobrinas huérfanas. Y Robert, el novio de tía Judith,
era más un padre adoptivo para Margaret que un futuro tío.
Pero Elena recordaba a sus padres. En ocasiones, justo después del
funeral, había acudido allí para enfurecerse con ellos, enfadada con ellos
por haber sido tan estúpidos como para matarse. Eso fue cuando no
conocía muy bien a tía Judith y sentía que ya no había ningún lugar en la
tierra al que perteneciera.
¿Adonde pertenecía ahora?, se preguntó. La respuesta fácil era: allí, a
Fell's Church, donde había vivido toda su vida. Pero últimamente la
respuesta fácil parecía equivocada. Últimamente sentía que debía existir
algo más allá para ella, algún lugar que reconocería en seguida y llamaría
hogar.
Una sombra cayó sobre su persona y alzó los ojos sobresaltada. Por un
instante, las dos figuras de pie junto a ella resultaron extrañas,
desconocidas, vagamente amenazadoras. Las miró fijamente, paralizada.
—Elena —dijo nerviosamente la figura más pequeña, con las manos en
las caderas—, a veces realmente me preocupo por ti, realmente lo hago.
Elena pestañeó y luego lanzó una breve carcajada. Eran Bonnie y
Meredith.
—¿Qué tiene que hacer una persona para conseguir un poco de
intimidad por aquí? —preguntó mientras ellas se sentaban.
—Decirnos que nos marchemos —sugirió Meredith, pero Elena se limitó
a encogerse de hombros.
Meredith y Bonnie habían acudido allí a menudo en su busca los meses
siguientes al accidente. De repente se sintió complacida por ello, y
agradecida a ambas. Aunque no hubiera nada más, tenía amigas que se
preocupaban por ella. No le importó si sabían que había estado llorando,
aceptó el pañuelo de papel arrugado que Bonnie le ofreció y se secó los
ojos. Las tres permanecieron sentadas en silencio durante un rato,
observando cómo el viento alborotaba el robledal del extremo del
cementerio.
—Siento lo que sucedió esta mañana —dijo Bonnie por fin, en voz baja
—. Fue realmente terrible.
—Y tu segundo nombre es «Tacto» —dijo Meredith—. No pudo haber sido
tan malo, Elena.
—No estabas allí. —Elena se sintió enrojecer toda ella ante el recuerdo
—. Sí que fue terrible. Pero ya no me importa —añadió categórica,
desafiante—. He acabado con él. Ya no le quiero.
—¡Elena!
—No le quiero, Bonnie. Evidentemente piensa que es demasiado bueno
para... para los americanos. Así que puede coger esas gafas de sol de
diseño y... —Se escucharon resoplidos de risa procedentes de sus
compañeras. Elena se sonó la nariz y negó con la cabeza—. De todos
modos —dijo, cambiando decididamente de tema—, al menos Tanner
parecía de mejor humor hoy.
Bonnie adoptó una expresión de mártir.
—¿Sabes que hizo que me apuntara para ser la primera en presentar la
exposición oral? De todos modos, no me importa. Voy a hacer el mío sobre
los druidas, y:..
—¿Sobre qué?
—Druidas. Esos viejos raros que construyeron Stonehenge y hacían
magia y cosas así en la antigua Inglaterra. Desciendo de ellos; por eso soy
médium.
Meredith lanzó un resoplido, pero Elena contempló con el entrecejo
fruncido la brizna de hierba que retorcía entre los dedos.
—Bonnie, ¿realmente viste algo en mi palma ayer? —preguntó
súbitamente.
La muchacha vaciló.
—No lo sé —dijo por fin—. Creí verlo entonces. Pero a veces la
imaginación se me descontrola.
—Sabía que estabas aquí —observó Meredith inesperadamente—. Yo
pensé en mirar en la cafetería, pero Bonnie dijo: «Está en el cementerio».
—¿Lo hice? —Bonnie pareció levemente sorprendida e impresionada—.
Bien, ya lo ves. Mi abuela de Edimburgo tiene el don de la clarividencia, y
yo también. Siempre salta una generación.
—Y desciendes de los druidas —dijo Meredith en voz solemne.
—¡Bueno, es cierto! En Escocia mantienen las viejas tradiciones. No te
creerías algunas de las cosas que hace mi abuela. Tiene un modo de
averiguar con quién te vas a casar y cuándo vas a morir. Me dijo que
moriría joven.
—¡Bonnie!
—Lo hizo. Seré joven y hermosa dentro de mi ataúd. ¿No creéis que es
romántico?
—No, no lo creo. Creo que es repugnante —replicó Elena.
Las sombras se alargaban y el viento se había vuelto fresco.
—Así pues, ¿con quién te vas a casar, Bonnie? —terció Meredith con
habilidad.
—No lo sé. Mi abuela me contó el ritual para averiguarlo, pero jamás lo
probé. Por supuesto —Bonnie adoptó una pose sofisticada—, tiene que ser
escandalosamente rico y guapísimo. Como nuestro misterioso desconocido
moreno, por ejemplo. En especial, si nadie más le quiere. —Dirigió una
mirada traviesa a Elena.
Elena no picó el anzuelo.
—¿Qué hay de Tyler Smallwood? —murmuró inocentemente—. Su padre
es, desde luego, bastante rico.
—Y no es feo —estuvo de acuerdo Meredith en tono solemne—. Eso,
desde luego, si te gustan los animales. Todos esos enormes dientes
blancos...
Las muchachas intercambiaron miradas y luego prorrumpieron en
carcajadas. Bonnie arrojó un puñado de hierba a Meredith, que se la
sacudió de encima y le arrojó un diente de león en respuesta. En algún
momento en medio de todo ello, Elena comprendió que iba a estar bien.
Volvía a ser ella misma, no estaba perdida, no era una desconocida, sino
Elena Gilbert, la reina del Robert E. Lee. Se quitó la cinta color crema del
pelo y sacudió los cabellos alrededor del rostro.
—He decidido sobre qué hacer mi exposición oral —dijo, contemplando
con ojos entrecerrados cómo Bonnie se pasaba los dedos por los rizos para
quitar la hierba.
—¿Qué será?
Elena echó la barbilla hacia arriba para contemplar el cielo rojo y
morado de encima de la colina. Aspiró pensativa y dejó que el suspense
creciera por un instante. Luego dijo con indiferencia:
—El Renacimiento italiano.
Bonnie y Meredith la miraron fijamente, luego se miraron entre sí y
prorrumpieron en fuertes carcajadas otra vez.
—¡Aja! —dijo Meredith cuando se recuperaron—. Así que el tigre
regresa.
Elena le dedicó una mueca salvaje. Su conmocionada seguridad en sí
misma había regresado, y aunque no lo comprendía ni ella misma, sabía
una cosa: no iba a dejar que Stefan Salvatore escapara incólume.
—De acuerdo —indicó con vivacidad—. Ahora, escuchad vosotras dos.
Nadie más debe saber esto o seré el hazmerreír de la escuela. Y a Caroline
le encantaría tener cualquier excusa para hacerme aparecer ridicula. Pero
todavía quiero que sea mío y lo será. Aún no sé cómo, pero lo conseguiré.
No obstante, hasta que se me ocurra un plan, vamos a hacerle el vacío.
—¿Vamos?
—Sí, vamos. No puedes tenerle, Bonnie; es mío. Y hemos de poder
confiar completamente en ti.
—Aguarda un minuto —dijo Meredith con un brillo en los ojos.
Soltó el broche de esmalte de su blusa; luego, alzando el pulgar, le dio
un veloz pinchazo.
—Bonnie, dame tu mano.
—¿Por qué? —preguntó ésta, contemplando el alfiler con suspicacia.
—Porque quiero casarme contigo, ¿para qué crees, idiota?
—Pero... pero... Oh, vale. ¡Ay!
—Te toca, Elena. —Pinchó eficientemente el dedo de su amiga, y luego
lo oprimió para conseguir sacar una gota de sangre—. Ahora —prosiguió,
mirando a las otras dos con centelleantes ojos oscuros—, todas juntamos
los pulgares y juramos. Especialmente tú, Bonnie. Jura guardar este
secreto y hacer todo lo que Elena pida en relación a Stefan.
—Oíd, jurar con sangre es peligroso —protestó Bonnie en tono serio—.
Significa que tienes que mantener tu promesa suceda lo que suceda, sin
importar lo que sea, Meredith.
—Lo sé —respondió ésta inflexible—. Por eso te digo que lo hagas.
Recuerdo lo que sucedió con Michael Martin.
Bonnie torció el gesto.
—Eso fue hace años,y rompimos en seguida de todos modos y... Ah, de
acuerdo. Lo juraré. —Cerrando los ojos, dijo—: Juro mantener esto en
secreto y hacer todo lo que Elena pida respecto a Stefan.
Meredith repitió el juramento. Y Elena, con la vista fija en las sombras
pálidas de sus pulgares juntos en la creciente oscuridad, tomó una larga
bocanada de aire y dijo en voz baja:
—Y yo juro no descansar hasta que sea mío.
Una ráfaga de aire frío sopló a través del cementerio, echando hacia
atrás los cabellos de las muchachas y haciendo revolotear hojas secas por
el suelo. Bonnie lanzó una exclamación ahogada y se echó hacia atrás;
todas miraron a su alrededor, y luego lanzaron risitas nerviosas.
—Ha oscurecido —observó Elena, sorprendida.
—Será mejor que nos pongamos en camino hacia casa —dijo Meredith,
volviendo a sujetar el broche.
También Bonnie se puso en pie, introduciendo la punta del pulgar en la
boca.
—Adiós —dijo Elena en voz baja, volviéndose hacia la lápida.
La flor violeta era una masa borrosa en el suelo. Recogió la cinta color
crema que descansaba junto a ella, dio media vuelta e hizo una seña con
la cabeza a Bonnie y a Meredith.
—Vámonos.
En silencio, se dirigieron colina arriba en dirección a la iglesia en ruinas.
El juramento hecho con sangre les había conferido a todas una sensación
de solemnidad, y al pasar ante la destrozada iglesia Bonnie se estremeció.
Con la puesta del sol, la temperatura había descendido bruscamente, y se
alzaba viento. Cada ráfaga enviaba susurros por entre la hierba y hacía
que los viejos robles agitaran ruidosamente las oscilantes hojas.
—Estoy helada —comentó Elena, deteniéndose por un instante ante el
agujero negro que en el pasado había sido la puerta de la iglesia y
dirigiendo una mirada al paisaje situado a sus pies.
La luna no había salido todavía y apenas se distinguían el cementerio
antiguo y el puente Wickery más allá. El antiguo cementerio se remontaba
a los días de la guerra de Secesión, y muchas lápidas mostraban nombres
de soldados. Tenía un aspecto salvaje; zarzas y maleza crecían sobre las
tumbas, y enredaderas de hiedra pululaban sobre pedazos de granito
desmoronado. A Elena nunca le había gustado.
—Tiene un aspecto distinto, ¿verdad? En la oscuridad, quiero decir —
comentó con voz vacilante.
No sabía cómo decir lo que en realidad quería indicar: que no era un
lugar para los vivos.
—Podríamos ir por el camino largo —propuso Meredith—. Pero eso
significaría otros veinte minutos de camino.
—No me importa ir por aquí —dijo Bonnie, tragando saliva con fuerza—.
Siempre dije que quería que me enterraran ahí, en el viejo.
—¡Quieres dejar de hablar sobre ser enterrada! —le soltó Elena, e inició
el descenso por la colina.
Pero cuanto más avanzaba por el estrecho sendero, más incómoda se
sentía. Aminoró el paso hasta que Bonnie y Meredith la alcanzaron.
Cuando se acercaban a la primera lápida, su corazón empezó a latir con
fuerza. Intentó no hacer caso, pero sentía un cosquilleo por toda la piel y
el fino vello de sus brazos se le puso de punta. Entre las ráfagas de viento,
cada sonido parecía amplificado de un modo horrible; el crujido de los tres
pares de pies sobre el sendero cubierto de hojas resultaba ensordecedor.
La iglesia en ruinas era ya una silueta negra detrás de ellas. El angosto
sendero conducía por entre las lápidas recubiertas de liqúenes, muchas de
las cuales eran más altas que Meredith. Lo bastante grandes para que algo
se ocultara detrás, pensó Elena con inquietud. Algunas tumbas
acobardaban, como la que tenía un querubín que parecía un auténtico
bebé, excepto que su cabeza se había desprendido y la habían colocado
con cuidado junto a su cuerpo. Los ojos de granito abiertos de par en par
carecían de expresión. Elena no podía apartar los ojos de ella, y su corazón
empezó a latir violentamente.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Meredith.
—Yo sólo... Lo siento —murmuró Elena, pero cuando se obligó a dar la
vuelta se quedó rígida al instante—. ¿Bonnie? —dijo—. Bonnie, ¿qué
sucede? —Bonnie tenía la vista fija en el interior del cementerio, con los
labios entreabiertos y los ojos tan desorbitados e inexpresivos como el
querubín de piedra. El miedo recorrió el estómago de Elena—. Bonnie,
para ya. ¡Para! No es divertido.
Bonnie no contestó.
—¡Bonnie! —llamó Meredith.
Elena y ella se miraron, y de repente Elena comprendió que tenía que
salir de allí. Giró en redondo para empezar a descender por el sendero,
pero una voz desconocida habló a su espalda, y se volvió sobresaltada.
—Elena —dijo la voz.
No era la voz de Bonnie, pero procedía de la boca de ésta. Pálida en la
oscuridad, Bonnie seguía con la mirada fija en el camposanto. Su rostro
carecía totalmente de expresión.
—Elena —repitió la voz, y añadió, a la vez que la cabeza de Bonnie se
volvía hacia ella—, hay alguien esperándote ahí fuera.
Elena nunca supo del todo qué sucedió en los minutos siguientes. Algo
pareció moverse por entre las oscuras formas jorobadas de las lápidas,
agitándose y alzándose entre ellas. Elena chilló y Meredith lanzó un grito,
y acto seguido las dos corrían ya, y Bonnie con ellas, chillando también.
Los pies de Elena aporreaban el estrecho sendero, tropezando con rocas
y terrones de tierra. Bonnie sollozaba intentando recuperar el aliento
detrás de ella, y Meredith, la tranquila y cínica Meredith, jadeaba
violentamente. Se oyó una repentina agitación y un chillido en un roble que se alzaba por encima de ellas, y Elena descubrió que aún podía correr
más de prisa.
—Hay algo detrás de nosotras —gritó Bonnie con voz aguda—. Oh, Dios,
¿qué está sucediendo?
—Hay que llegar al puente —jadeó Elena por entre el fuego que sentía
en los pulmones.
No sabía el motivo, pero sentía que debían conseguir llegar allí.
—¡No te detengas, Bonnie! ¡No mires atrás!
Agarró la manga de la muchacha y la obligó a darse la vuelta.
—No puedo hacerlo —sollozó Bonnie, llevándose una mano al costado
mientras aminoraba la marcha.
—Sí, claro que puedes —rugió Elena, volviendo a agarrar la manga de
Bonnie y obligándola a seguir en movimiento—. Vamos. ¡Vamos!
Vio el destello plateado del agua ante ellas. Y allí estaba el claro entre
los robles, y el puente, justo más allá. A Elena le flaqueaban las piernas y
la respiración le silbaba en la garganta, pero no pensaba rezagarse. Ya
veía las tablas de madera del puente peatonal, que estaba a seis metros,
a tres, a un metro y medio de ellas.
—¡Lo conseguimos! —jadeó Meredith mientras sus pies retumbaban
sobre la madera.
—¡No os detengáis! ¡Llegad al otro lado!
El puente crujió cuando lo cruzaron en una carrera tambaleante, las
pisadas resonando sobre el agua. En cuanto saltó sobre la tierra apisonada
de la otra orilla, Elena soltó por fin la manga de Bonnie y dejó que sus
piernas se detuvieran con un traspié.
Meredith tenía el cuerpo doblado, con las manos sobre los muslos, y
respiraba fatigosamente. Bonnie lloraba.
—¿Qué era? ¿Qué era? —inquirió—. ¿Todavía viene?
—Pensaba que tú eras la experta —dijo Meredith con voz insegura—. Por
el amor de Dios, Elena, vamonos de aquí.
—No, ahora ya pasó —susurró Elena.
Tenía lágrimas en los ojos y temblaba de pies a cabeza, pero el aliento
caliente sobre su cogote había desaparecido. El río se extendía entre ella y
aquello; las aguas eran un tumulto oscuro.
—No puede seguirnos aquí —siguió.
Meredith la miró fijamente, luego miró la otra orilla con sus robles
apiñados, a continuación miró a Bonnie. Se humedeció los labios y lanzó
una breve carcajada.
—Seguro. No puede seguirnos. Pero vayamos a casa de todos modos,
¿vale? A menos que tengáis ganas de pasar la noche aquí fuera.
Una especie de sensación indescriptible recorrió a Elena con un
estremecimiento.
—No, gracias —contestó, y rodeó con un brazo a Bonnie, que seguía
gimoteando—. Ya pasó, Bonnie. Estamos a salvo ahora. Vamos.
Meredith volvió a mirar al otro lado del río.
—¿Sabes?, no veo nada ahí atrás —dijo con la voz más tranquila—. A lo
mejor no había nada detrás de nosotras, al fin y al cabo; a lo mejor,
sencillamente nos entró el pánico y nos asustamos sin motivo. Con un
poco de ayuda de la sacerdotisa druida que tenemos aquí.
Elena no dijo nada cuando empezaron a andar, manteniéndose muy
juntas en el sendero de tierra. Pero se hacía preguntas. Se hacía muchas
preguntas.

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