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martes, 2 de febrero de 2010

FURIA-- CRONICAS VAMPIRICAS-- CAPITULO 5

«El doctor Feinberg», pensó Elena frenética, intentando retorcerse
para mirar v apretujarse simultáneamente contra las sombras. Pero no
fue el rostro menudo y aguileño del doctor el que apareció ante sus
ojos. Fue un rostro con facciones tan delicadas como las de una
moneda o un medallón romanos y con unos ojos verdes angustiados. El
tiempo se quedó detenido por un momento, y a continuación Elena
estaba en sus brazos.
Ah, Stefan. Stefan...
Sintió cómo el cuerpo del muchacho se quedaba rígido por
el sobresalto y cómo la sujetaba mecánicamente, ligeramente,
como si fuera una desconocida que le había confundido con
otra persona.
Stefan —repitió ella con desesperación, hundiendo el
rostro en su hombro mientras intentaba conseguir alguna reaccion.
No podría soportar que él la rechazara; si él la odiaba ahora, ella se
moriría...
Con un gemido, intentó estar aún más pegada a él, deseó fusionarse
por completo con él, desaparecer en su interior.
«Ah, por favor —pensó—, ah, por favor, ah, por favor...»
Elena, Elena, todo va bien; te tengo cogida.
Le siguió hablando, repitiendo tonterías cariñosas pensadas para
tranquilizarla, a la vez que le acariciaba los cabellos.
Y ella pudo percibir el cambio cuando los brazos del muchacho
la estrecharon con más fuerza. Él sabía a quién abrazaba en
aquellos momentos. Por vez primera desde que despertara ese
día, Elena se sintió a salvo. No obstante, transcurrió un buen
rato antes de que pudiera aflojar las manos con las que le sujetaba,
aunque sólo fuera ligeramente. No lloraba; jadeaba presa
del pánico.
Por fin, sintió que el mundo empezaba a consolidarse a su
alrededor. No se soltó, sin embargo, aún no. Simplemente
permaneció allí durante un sinfín de minutos con la cabeza sobresu
hombro, absorbiendo el consuelo y la seguridad de su cercanía. Luego
alzó la cabeza para mirarle a los ojos.
Al pensar en Stefan a primeras horas de aquel día, había
pensado en cómo podría ayudarla él. Su intención había sido
preguntarle, suplicarle que la salvara de aquella pesadilla, que hiciera
que fuese como había sido antes. Pero en aquel momento, mientras la
miraba, sintió que una extraña resignación desesperanzada fluía por
ella. No hay nada que se pueda hacer, ¿verdad? Inquirió con voz muy
queda. El no fingió ignorar lo que quería decir.
No —respondió en voz igualmente queda.
Elena sintió como si hubiese dado algún paso definitivo al otro lado
de una línea invisible y no hubiera marcha atrás. Cuando pudo volver a
hablar, dijo: Lamento el modo en que actué contigo en el bosque. No
sé por qué hice esas cosas. Recuerdo haberlas hecho, pero no
consigo recordar por qué.
¿Que tú lo lamentas? —La voz del muchacho temblaba
Elena, después de todo lo que te he hecho, de todo lo que te ha
sucedido debido a mí... No pudo terminar y se aferraron el uno
al otro.
Muy conmovedor dijo una voz desde la escalera
¿Queréis que imite a un violín?
La calma de Elena se hizo añicos, y el miedo serpenteó por
su riego sanguíneo. Había olvidado la hipnótica intensidad de
Damon y sus ardientes ojos oscuros.
¿Cómo llegaste aquí? —inquirió Stefan.
Del mismo modo que tú, supongo. Atraído por la llameante
señal luminosa de la aflicción de Elena.
Damon estaba realmente enojado; Elena se dio cuenta de
ello. No simplemente molesto o incomodado, sino presa de cólera
y hostilidad al rojo vivo.
Pero había sido gentil con ella cuando se había mostrado
confusa e irracional. La había llevado a un lugar donde albergarse;
la había mantenido a salvo. Y no la había besado mientras
ella se encontraba en aquel horripilante estado de vulnerabilidad.
Había sido... amable con ella.
Por cierto, algo sucede ahí abajo —comentó Damon.
Lo sé; es Bonnie otra vez —dijo Elena, soltando a Stefan
y retrocediendo.
No me refiero a eso, sino a lo que ocurre en el exterior.
Sobresaltada, Elena le siguió escaleras abajo hasta el primer
recodo, donde había una ventana que daba al aparcamiento.
Sintió a Stefan detrás de ella mientras miraba hacia abajo, a la
Escena que se desarrollaba a sus pies.
Un montón de gente había salido de la iglesia y formaba
una sólida falange en el extremo del aparcamiento, sin avanzar
más. Frente a ellos, en el aparcamiento mismo, había una reunión
igualmente grande de perros.
Parecían dos ejércitos cara a cara. No obstante, lo que resultaba
inquietante era que ambos grupos estaban totalmente
inmóviles. Las personas parecían paralizadas, y los perros parecían
aguardar algo.
Elena vio a los perros primero según sus distintas razas.
Había perros pequeños, como corgis de rostro afilado, terriers
de sedoso pelaje castaño y negro y un lhasa apso con una larga
melena dorada. Había perros de tamaño mediano, como springer
spaniels y aireadles y un hermoso samoyedo blanco como
la nieve. Y había perros grandes: un rottweiler fornido con la
cola cortada, un lebrel gris que jadeaba y un schnauzer gigante,
totalmente negro. A continuación empezó a reconocerlos individualmente.
Aquél es el boxer del señor Grunbaum, y ahí está el pastor
alemán de los Sullivan. Pero ¿qué les sucede?
La gente, en un principio inquieta, parecía ahora asustada.
Se mantenía hombro con hombro, sin que nadie quisiera abandonar
la primera línea y acercarse más a los animales.
Y sin embargo, los perros en realidad no hacían nada, simplemente
estaban sentados o de pie, algunos con las lenguas
colgando con un suave balanceo. Lo extraño, no obstante, era
lo inmóviles que estaban, se dijo Elena. Cada movimiento diminuto,
como la más imperceptible crispación de la cola o las
orejas, parecía enormemente exagerado. Y no se veían colas en
movimiento, ni signos amistosos. Simplemente... aguardaban.
Robert estaba más o menos en la parte posterior del grupo
de gente. A Elena le sorprendió verle, pero por un momento no
se le ocurrió el motivo. Luego comprendió que era debido a
que no había estado en la iglesia. Mientras ella observaba, él se
apartó más del grupo y desapareció bajo el saliente situado por
debajo de donde estaba Elena.
¡Chelsea! Chelsea...
Alguien había abandonado la primera fila por fin. Era Douglas
Carson, advirtió Elena, el hermano mayor, casado, de Sue
Carson. Había penetrado en la tierra de nadie situada entre los
perros y las personas, con una mano ligeramente extendida...
Un springer spaniel de orejas largas que parecían de raso
marrón volvió la cabeza. El blanco tocón que era la cola se estremeció
levemente, inquisitivo, y el hocico castaño y blanco se
alzó. Pero la perra no se acercó al joven.
Doug Carson dio otro paso.
Chelsea... buena chica. Ven aquí, Chelsea. ¡Ven! Chasqueó
los dedos.
—¿Qué percibes de esos perros de ahí abajo? murmuró
Damon.
Stefan movió negativamente la cabeza sin apartar la mirada
de la ventana.
Nada —dijo en tono sucinto.
Tampoco yo. —Los ojos de Damon estaban entrecerrados,
la cabeza ladeada hacia atrás, evaluadora, aunque los
dientes levemente al descubierto le recordaron a Elena los del
lebrel—. Pero deberíamos poder hacerlo, ya lo sabes. Deberían
tener algunas emociones que pudiéramos captar. En lugar de
ello, cada vez que intento sondearlos es como chocar contra
una pared blanca sobre blanco.
Elena deseó poder saber de qué hablaban.
¿Qué quieres decir con «sondearlos»? —preguntó. Son
animales.
Las apariencias pueden ser engañosas repuso Damon
en tono irónico, y Elena pensó en los reflejos en forma de arco
iris en las plumas del cuervo que la había seguido desde el primer
día de escuela. Si miraba con atención, podía ver aquellos
mismos reflejos de arco iris en el sedoso cabello de Damon.
»Pero los animales poseen emociones, en cualquier caso.
Si tus poderes son lo bastante fuertes, puedes examinar sus
mentes.
«Y mis poderes no lo son», pensó Elena. La sobresaltó la punzada
de envidia que la recorrió. Apenas unos pocos minutos antes
había estado aferrada a Stefan, deseando frenéticamente deshacerse
de cualquier clase de poderes que tuviera, deseando
volver a ser como antes. Y ahora deseaba que fueran más potentes.
Damon siempre tenía un efecto extraño sobre ella.
Puede que yo no sea capaz de sondear a Chelsea, pero no
creo que Doug deba acercarse más —dijo en voz alta.
Stefan había estado mirando fijamente por la ventana, con
el entrecejo fruncido, y ahora asintió levemente, pero con una
repentina sensación de urgencia.
Tampoco yo —dijo.
Vamos, Chelsea, sé una buena chica. Ven aquí.
Doug Carson casi había alcanzado la primera fila de perros.
Todos los ojos, humanos y caninos, estaban fijos en él, e incluso
movimientos tan diminutos como pequeños temblores habían
parado. De no haber visto Elena cómo los costados de uno o dos
perros se hundían e hinchaban al respirar, podría haber pensado
que todo el grupo era una exhibición gigante de un museo.
Doug se había detenido. Chelsea le observaba desde detrás
del corgi y el samoyedo. Doug chasqueó la lengua. Alargó la
mano, vaciló, y luego la alargó más.
No dijo Elena.
La muchacha contemplaba fijamente los flancos lustrosos
del rottweiler. Se hundían y se hinchaban, se hundían y se hinchaban.
Stefan, influéncialo. Sácalo de ahí.
Sí.
Vio cómo su mirada se desenfocaba debido a la concentración.
Luego, Stefan sacudió negativamente la cabeza, exhalando
como alguien que ha intentado levantar algo demasiado pesado.
No lo consigo; estoy agotado. No puedo hacerlo desde
aquí.
Abajo, los labios de Chelsea se echaron hacia atrás para mostrar
los dientes. La aireadle roja y dorada se puso en pie con un
movimiento de suma elegancia, como si tiraran de ella unos hilos.
Los cuartos traseros del rottweiler se contrajeron.
Y entonces saltaron. Elena no vio cuál de los perros fue el
primero; parecieron moverse juntos como una enorme ola. Media
docena de ellos cayeron sobre Doug Carson con fuerza suficiente
para derribarlo de espaldas, y éste desapareció bajo sus
cuerpos amontonados.
El aire se llenó de un ruido infernal, desde aullidos metálicos
que hacían tintinear las vigas de la iglesia y produjeron a
Elena un dolor de cabeza instantáneo hasta guturales gruñidos
continuados que ella sintió más que escuchó. Los perros desgarraban
ropa, gruñían, se abalanzaban, mientras la multitud
se desperdigaba y chillaba.
Elena pudo ver a Alaric Saltzman en el extremo del aparcamiento,
el único allí que no corría. Estaba de pie muy rígido, y
le pareció ver que movía los labios y las manos.
En todos los demás lugares era el caos. Alguien había conseguido
una manguera y la dirigía contra el grueso de la jauría, pero
no causaba ningún efecto. Los perros parecían haber
enloquecido. Cuando Chelsea alzó el hocico castaño y blanco
del cuerpo de su amo, lo tenía teñido de rojo.
El corazón de Elena latía de tal modo que la muchacha apenas
podía respirar.
¡Necesitan ayuda! —gritó justo cuando Stefan se apartaba
violentamente de la ventana y marchaba escaleras abajo, bajándolas
de dos en dos y de tres en tres.
Elena había descendido la mitad de la escalera también ella
cuando reparó en dos cosas: Damon no la seguía, y ella no podía
dejarse ver.
Lo cierto era que no podía. La histeria que provocaría, las
preguntas, el miedo y el odio una vez que respondiera a las preguntas...
Algo que discurría más profundamente que la compasión,
la lástima o la necesidad de ayudar tiró de ella hacia atrás,
aplastándola contra la pared.
En el poco iluminado y fresco interior de la iglesia distinguió
una bulliciosa bolsa de actividad. La gente corría a toda
velocidad de un lado para otro, chillando. El doctor Feinberg,
el señor McCullough, el reverendo Bethea. El punto inmóvil
del círculo era Bonnie, tumbada sobre un banco y con Meredith,
tía Judith y la señora McCullough inclinadas sobre ella.
«Algo maligno», gimoteaba, y entonces la cabeza de tía Judith
se alzó, girando en dirección a Elena.
Elena se escabulló escaleras arriba tan rápido como pudo,
rezando para que su tía no la hubiese visto. Damon estaba junto
a la ventana.
No puedo bajar ahí. ¡Creen que estoy muerta!
Vaya, recordaste eso. Bien por ti.
Si el doctor Feinberg me examina, sabrá que algo no va
bien. Bueno, ¿lo sabrá? exigió con ferocidad.
Pensará que eres un espécimen interesante, ya lo creo.
Entonces no puedo ir. Pero tú sí puedes. ¿Por qué no haces
algo?
Damon siguió mirando por la ventana y sus cejas se alzaron.
¿Por qué?
¿Que por qué? —La gran preocupación y la sobreexcitación
de Elena alcanzaron el punto álgido y casi le abofeteó.
¡Porque necesitan ayuda! Porque tú puedes ayudar. ¿Es que no
te importa nada aparte de ti mismo?
Damon lucía su máscara más inescrutable, la expresión de
educada inquisición que había lucido cuando se invitó a casa
de Elena para cenar. Pero ella sabía que debajo de aquella máscara
estaba furioso, furioso por haberles encontrado a Stefan y
a ella juntos. La atormentaba a propósito y con salvaje regocijo.
Y ella no podía evitar reaccionar de aquel modo, con una
cólera frustrada e impotente. Fue a por él, y él la sujetó por las
muñecas y la mantuvo a distancia, taladrándole los ojos con la
mirada. La sobresaltó oír el sonido que surgió de sus propios
labios entonces; era un siseo que parecía más felino que humano.
Reparó en que tenía los dedos curvados como garras.
«¿Qué estoy haciendo? ¿Atacarle porque no quiere defender
a la gente de los perros que la están atacando? ¿Qué sentido
tiene eso?» Respirando con dificultad, relajó las manos y se
humedeció los labios. Retrocedió y él la soltó.
Hubo un largo momento mientras se miraban uno a otro.
Voy a bajar —anunció Elena en voz queda, y se dio la
vuelta.
No.
Necesitan ayuda.
De acuerdo, entonces, maldita seas. J a m á s había oído
la voz de Damon sonar tan queda y f u r i o s a . Yo... se interrumpió,
y Elena, volviéndose rápidamente, le vio estrellar un
puño contra la repisa de la ventana, haciendo vibrar el cristal.
Pero la atención de Damon estaba puesta en el exterior, y su
voz volvía a estar perfectamente serena cuando dijo con tono
seco:
La ayuda ha llegado.
Eran los bomberos. Sus mangueras eran mucho más potentes
que la manguera del jardín, y los chorros de agua a presión
empujaron hacia atrás a los perros con su terrible potencia. Elena
vio a un alguacil de policía con una arma y se mordió el interior
de la mejilla cuando él apuntó y ajustó la mira. Se escuchó
un chasquido, y el schnauzer gigante cayó abatido. El
alguacil volvió a apuntar.
Finalizó rápidamente después de eso. Varios perros corrían
ya, huyendo de la descarga de agua, y con el segundo chasquido
de la pistola, muchos más abandonaron la jauría y marcharon
hacia los extremos del aparcamiento. Era como si el
propósito que los había guiado los hubiera soltado a todos a la
vez. Elena sintió una oleada de alivio al ver a Stefan de pie, ileso,
en medio de la desbandada, empujando a un golden refríever
de aspecto aturdido lejos de la figura de Doug Carson.
Chelsea dio un paso a hurtadillas hacia su amo y le miró a la
cara dejando caer cabeza y cola.
Todo terminó —anunció Damon.
Sonó sólo levemente interesado, pero Elena le miró con viveza.
«De acuerdo, entonces, maldita seas, yo... ¿qué?» ¿Qué
había estado a punto de decir? Él no estaba de humor para decírselo,
pero ella sí estaba de humor para insistir.
Damon... —Posó una mano sobre su brazo.
Él se quedó rígido, luego se volvió hacia ella.
¿Bien?
Por un segundo permanecieron mirándose el uno al otro, y
entonces se escucharon pasos en la escalera. Stefan había regresado.
Stefan... estás herido dijo ella parpadeando, repentinamente
desorientada.
—Estoy perfectamente. Se limpió la sangre de la mejilla
con una manga hecha jirones.
¿Cómo está Doug? —preguntó Elena, tragando saliva.
No lo sé. Está herido. Hav mucha gente herida. Ésa ha
sido la cosa más extraña que he visto jamás.
Elena se apartó de Damon y subió por la escalera para entrar
en la galería del coro. Sentía que debía pensar, pero le martilleaba
la cabeza. La cosa más extraña que Stefan había visto
jamás..., eso era decir mucho. Algo extraño ocurría en Fell's
Church.
Alcanzó la pared tras la última hilera de asientos y posó
una mano sobre ella, dejándose resbalar hasta quedar sentada
en el suelo. Las cosas parecían a la vez confusas y aterradoramente
claras. Algo extraño ocurría en Fell's Church. El día de
la fiesta de los fundadores habría jurado que no le importaba
nada el pueblo o la gente que vivía allí. Pero en aquel momento
sabía que no era así. Mientras bajaba la vista para contemplar el
funeral, había empezado a pensar que tal vez sí le importaba. Y luego,
cuando los perros habían atacado en el
exterior, lo había sabido. Se sentía de algún modo responsable
de la ciudad, de un modo como no se había sentido nunca.
Su anterior sentimiento de desconsuelo y soledad habían
quedado a un lado por el momento. Ahora había algo más importante
que sus propios problemas. Y se aferró a aquel algo,
porque lo cierto era que en realidad era incapaz de lidiar con
su propia situación. No, realmente, realmente no podía...
Oyó el medio sollozo jadeado que emitió entonces, y al alzar
los ojos vio a Stefan y a Damon en la galería del coro, mirándola.
Sacudió ligeramente la cabeza, apoyando una mano
contra ella, sintiendo como si saliera de un sueño.
—¿Elena...?
Fue Stefan quien habló, pero Elena se dirigió al otro hermano.
Damon dijo con voz insegura, si te pregunto algo,
¿me dirás la verdad? Sé que tú no me perseguiste hasta tirarme
del puente Wickery. Pude percibir lo que fuese que era, y era
diferente. Pero quiero preguntarte esto: ¿fuiste tú quien arrojó
a Stefan al viejo pozo de Franchet hace un mes?
¿Aun pozo?
Damon se recostó contra la pared opuesta, con los brazos
cruzados sobre el pecho; parecía educadamente incrédulo.
La noche de Halloween, la noche que mataron al señor
Tanner. Después de que te aparecieras por primera vez a Stefan
en el bosque. Me dijo que te dejó en el claro y empezó a andar
hacia el coche, pero que alguien le atacó antes de que lo alcanzara.
Cuando despertó, estaba atrapado en el pozo, y
habría muerto allí si Bonnie no nos hubiese conducido hasta él.
Siempre asumí que fuiste tú quien lo atacó. Él siempre asumió
que fuiste tú quien lo hizo. Pero ¿fuiste tú?
El labio de Damon se curvó, como si no le gustara la exigente
intensidad de su pregunta. Paseó la mirada de ella a Stefan
con ojos entrecerrados y burlones. El momento se prolongó
hasta tal punto que Elena tuvo que clavarse las uñas en las
palmas de las manos por la tensión. Entonces Darnon se encogió
levemente de hombros y miró a un punto indeterminado
situado algo más allá.
Lo cierto es que no, contestó.
Elena soltó el aire que había retenido.
¡No puedes creer eso! estalló S t e f a n . No puedes creer
nada de lo que diga.
¿Por qué tendría que mentir? replicó Damon, disfrutando
a todas luces al ver que Stefan perdía el control—. Admito
sin reparos haber matado a Tanner. Bebí su sangre hasta
que se arrugó como una ciruela pasa. Y no me importaría hacer
lo mismo contigo, hermano. Pero ¿un pozo? No es precisamente
mi estilo.
Te creo —dijo Elena.
Su mente pensaba frenéticamente. Volvió la cabeza hacia
Stefan.
¿No lo percibes? Hay- algo más aquí, en Fell's Church,
algo que podría no ser humano siquiera..., que podría no haber
sido nunca humano, quiero decir. Algo que me dio caza, que
empujó mi coche fuera del puente. Algo que hizo que esos perros
atacaran a la gente. Alguna fuerza terrible que hay aquí,
algo maligno... —Su voz se apagó, y miró más allá, hacia el interior
de la iglesia donde había visto tumbada a Bonnie
Algo maligno... —repitió en voz baja.
Un viento frío pareció soplar dentro de ella, y se acurrucó
contra sí misma, sintiéndose vulnerable y sola.
Si buscas maldad —indicó Stefan con voz dura no tienes
que mirar muy lejos.
No seas más estúpido de lo que puedas evitar ser —dijo
Damon—. Te dije hace cuatro días que otra persona había matado
a Elena. Y dije que iba a encontrar a ese alguien y a ocuparme
de él. Y voy a hacerlo. —Descruzó los brazos y se irguió—.
Vosotros dos podéis continuar con esa conversación
privada que teníais cuando os interrumpí.
Damon, espera.
Elena no había podido evitar el escalofrío que la recorrió
cuando él dijo «matado». «No pueden haberme matado; sigo
aquí», pensó alocadamente, sintiendo que el pánico volvía a
crecer en su interior. Pero en ese momento apartó el pánico a
un lado para hablarle a Damon.
Lo que sea esa cosa, es fuerte —dijo—. Lo sentí cuando
iba tras de mí, y parecía llenar todo el cielo. No creo que ninguno
de nosotros tuviera la menor posibilidad contra ella solo.
¿Así pues?
Así pues... —Elena no había tenido tiempo de ordenar
sus pensamientos hasta aquel punto; se movía puramente por
instinto, por intuición. Y la intuición le decía que no dejara
marchar a Damon—. Así pues... creo que los tres deberíamos
permanecer juntos. Creo que tenemos mayor probabilidad de
encontrarla y ocuparnos de ella juntos que por separado. Y a lo
mejor podemos detenerla antes de que lastime o... o mate... a
alguien más.
Francamente, querida, me importa un comino cualquier
otra persona —repuso Damon en tono encantador; luego le dedicó
otra de sus gélidas sonrisas relámpago—. Pero ¿estás sugiriendo
que ésa es tu elección? Recuerda, acordamos que
cuando razonaras mejor efectuarías una.
Elena le miró con fijeza. Desde luego que no era su elección,
si lo decía desde el punto de vista romántico. Lucía el anillo
que Stefan le había dado; ella y Stefan se pertenecían el uno al
otro.
Pero entonces recordó algo más; fue sólo algo fugaz: alzar
los ojos hacia Damon en el bosque y sentir tal... tal excitación,
tal afinidad con él. Como si él comprendiera la llama que ardía
en su interior como nadie podría hacerlo jamás. Como si juntos
pudieran hacer cualquier cosa que quisieran, conquistar el
mundo o destruirlo; como si fueran mejores que nadie que hubiera
vivido jamás.
«Estaba desquiciada, irracional», se dijo, pero aquel pequeño
recuerdo fugaz no quería desaparecer.
Y a continuación recordó algo más: el modo en que Damon
había actuado más tarde aquella noche, cómo la había mantenido
a salvo e incluso había sido amable con ella.
Stefan la miraba, y su expresión había cambiado de belicosidad
a amarga cólera y miedo. Una parte de ella quería tranquilizarle
por completo, rodearle con los brazos y decirle que
era suya y siempre lo sería y que nada más importaba. Ni la
ciudad, ni Damon, ni nada.
Pero no lo hacía. Porque otra parte de su ser decía que la ciudad
sí importaba. Y porque otra parte más estaba simplemente
confundida de un modo terrible, terrible. Tan confundida...
Sintió que un terrible temblor se iniciaba en lo más profundo
de su ser, y luego descubrió que no podía detenerlo. Una sobrecarga
emocional, se dijo, y hundió la cabeza en las manos.

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