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para todos aquellos fanaticos de las historias de ficcion y los vampiros en este blog publicare los libros de la exitosa saga que a arrasado por EEUU cronicas vampiricas (de la serie vampires diarie)...


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miércoles, 6 de enero de 2010

DESPERTAR-- CRONICAS VAMPIRICAS--CAPITULO 11

Elena corrió dando tumbos por el pasillo en penumbra, intentando
visualizar lo que había a su alrededor. Entonces el mundo se iluminó
repentinamente con un parpadeo y se encontró rodeada de familiares
hileras de taquillas. Su alivio fue tan grande que estuvo a punto de gritar.
Jamás había pensado que se sentiría tan contenta simplemente por el
hecho de ver. Permaneció parada un instante para mirar a su alrededor
agradecida.
—¡Elena! ¿Qué haces aquí fuera?
Eran Meredith y Bonnie, que venían a toda prisa por el pasillo hacia ella.
—¿Dónde habéis estado? —les preguntó con ferocidad.
Meredith hizo una mueca.
—No conseguíamos encontrar a Shelby. Y cuando por fin lo hicimos,
estaba dormido. Hablo en serio —añadió ante la mirada incrédula de Elena
—, dormido. Y no podíamos despertarle. Hasta que las luces regresaron no
abrió los ojos. Entonces iniciamos el regreso hacia el gimnasio. Pero ¿qué
haces tú aquí?
Elena vaciló.
—Me cansé de esperar —dijo con tanta jovialidad como le fue posible—.
De todos modos, creo que hemos hecho suficiente trabajo por hoy.
—Ahora nos lo dices —replicó Bonnie.
Meredith no dijo nada, pero le dedicó a Elena una aguda mirada
escrutadora, y ésta tuvo la desagradable sensación de que aquellos ojos
oscuros veían por debajo de la superficie.
Todo el fin de semana, y a lo largo de la semana siguiente, Elena trabajó
en planes para la Casa Encantada. Nunca disponía de tiempo suficiente
para estar con Stefan, y eso resultaba frustrante, pero aún más lo era el
mismo chico. Percibía su pasión por ella, pero también que él intentaba
luchar contra ese sentimiento, negándose aún a estar a solas con ella. Y
en muchos aspectos seguía siendo para Elena un misterio tan grande
como lo había sido la primera vez que le vio.
Jamás hablaba de su familia o de su vida antes de llegar a Fell's Church,
y si ella le hacía alguna pregunta, la desviaba. En una ocasión le preguntó
si echaba de menos Italia y si lamentaba haberse ido de allí, y por un
instante sus ojos se habían iluminado, el color verde centelleando como
hojas de roble reflejadas en la corriente de un arroyo.
—¿Cómo podría lamentarlo si tú estás aquí? —contestó, y la besó de un
modo que hizo desaparecer toda pregunta de su mente.
En aquel momento, Elena supo lo que era ser totalmente feliz. También
percibió la alegría que sentía él, y cuando Stefan se apartó ella vio que su
rostro estaba radiante, como si el sol brillara a través de él.
—Elena —susurró.
Los buenos momentos eran así. Pero la había besado cada vez con
menos frecuencia últimamente, y ella sentía que la distancia entre ambos
se ensanchaba.
Aquel viernes, ella, Bonnie y Meredith decidieron pasar la noche en casa
de los McCullough. El cielo era gris y amenazaba con llovizna mientras ella
y Meredith marchaban hacia casa de Bonnie. Era inusualmente frío para
ser mediados de octubre, y los árboles que bordeaban la tranquila calle
habían sentido ya el mordisco de fríos vientos. Los arces eran una
llamarada escarlata, mientras que los ginkgos mostraban un amarillo
radiante.
Bonnie las recibió en la puerta.
—¡Todo el mundo se ha ido! Tendremos la casa para nosotras hasta
mañana por la tarde, cuando mi familia regrese de Leesburg. —Les hizo
señas para que entraran, a la vez que trataba de agarrar al
sobrealimentado pequinés que intentaba salir—. No, Yangtzé, quédate
dentro. Yangtzé, no, ¡no lo hagas! ¡No!
Pero era demasiado tarde. Yangtzé había escapado y corría como una
exhalación por el patio delantero hasta el solitario abedul, donde se puso a
lanzar ladridos agudos en dirección a las ramas, agitando violentamente
los michelines del lomo.
—Vaya, ¿qué persigue ahora? —dijo Bonnie, llevándose las manos a las
orejas.
—Parece un cuervo —respondió Meredith.
Elena se quedó rígida. Dio unos cuantos pasos hacia el árbol y alzó la
vista al interior de las doradas hojas. Y allí estaba. El mismo cuervo que ya
había visto dos veces anteriormente. A lo mejor tres veces, se dijo,
recordando la figura oscura que alzó el vuelo desde los robles en el
cementerio.
Mientras lo contemplaba sintió que se le hacía un nudo de miedo en el
estómago y que sus manos se quedaban heladas. El ave volvía a mirarla
fijamente con su brillante ojillo negro, en una mirada casi humana. Aquel
ojo... ¿Dónde había visto un ojo como aquél antes?
De improviso, las tres muchachas dieron un salto atrás cuando el cuervo
lanzó un graznido áspero y agitó violentamente las alas, saliendo
disparado del árbol hacia ellas. En el último momento descendió en picado
en dirección al pequeño perro, que en aquellos momentos ladraba
histéricamente. Pasó a centímetros de los colmillos del can y luego volvió
a remontar el vuelo, sobrevolando la casa para desaparecer en los oscuros
nogales situados más allá.
Las tres muchachas se quedaron allí de pie, paralizadas por el asombro.
Luego Bonnie y Meredith se miraron una a la otra y la tensión se hizo
añicos en forma de carcajadas nerviosas.
—Por un momento pensé que venía a por nosotras —dijo Bonnie,
acercándose al indignado pequinés y arrastrándolo, ladrando aún, de
vuelta dentro de la casa.
—También yo —respondió Elena con calma, y no se unió a las risas de
sus amigas mientras las seguía al interior.
Una vez que Meredith y ella acabaron de guardar sus cosas, la tarde
adoptó una pauta familiar. A Elena le resultaba difícil mantener su
sensación de inquietud en la salita abarrotada de Bonnie frente a un buen
fuego y con un tazón de chocolate caliente en la mano. Las tres no
tardaron en estar discutiendo los últimos planes para la Casa Encantada y
la joven se tranquilizó.
—Lo tenemos todo bien definido —dijo Meredith por fin—. Desde luego,
hemos pasado tanto tiempo pensando en los disfraces de todo el mundo
que ni siquiera hemos pensado en los nuestros.
—El mío es fácil —dijo Bonnie—. Seré una sacerdotisa druida, y sólo
necesitaré una guirnalda de hojas de roble en el cabello y una túnica
blanca. Mary y yo la podemos coser en una noche.
—Yo creo que seré una bruja —dijo Meredith, pensativa—. Todo lo que
hace falta es un largo vestido negro. ¿Y tú, Elena?
Elena sonrió.
—Bueno, se suponía que era un secreto, pero... Tía Judith me dejó ir a
una modista. Encontré una ilustración de un vestido de dama del
Renacimiento en uno de los libros que usé para mi trabajo oral y lo
estamos copiando. Es de seda veneciana, azul claro, y es realmente
bonito.
—Suena precioso —dijo Bonnie—. Y caro.
—Estoy usando mi propio dinero del fideicomiso de mis padres. Sólo
espero que a Stefan le guste. Es una sorpresa para él..., bueno, sólo
espero que le guste.
—¿De qué irá Stefan? ¿Está ayudando con la Casa Encantada? —
preguntó Bonnie con curiosidad.
—No lo sé —respondió Elena tras un instante—. No parece demasiado
entusiasmado con todo eso de Halloween.
—Resulta difícil imaginarle envuelto en sábanas desgarradas y cubierto
de sangre falsa como los otros chicos —coincidió Meredith—. Parece...,
bueno, demasiado distinguido para eso.
—¡Ya lo sé! —exclamó Bonnie—. Sé exactamente lo que puede ser, y
apenas tendrá que disfrazarse. Fijaos, es extranjero, su rostro es más bien
pálido, tiene una maravillosa mirada inquietante... ¡Ponle un frac y tienes
a un perfecto conde Drácula!
Elena sonrió a pesar suyo.
—Bueno, se lo pediré —dijo.
—Hablando de Stefan —intervino Meredith, los oscuros ojos puestos en
Elena—, ¿cómo van las cosas?
La muchacha suspiró, desviando la mirada hacia el fuego.
—No... estoy segura —respondió por fin, lentamente—. Hay momentos
en los que todo es maravilloso, y luego hay otros momentos en que...
Meredith y Bonnie intercambiaron una mirada, y a continuación
Meredith preguntó con delicadeza:
—¿Otros momentos en que qué?
Elena vaciló, considerándolo. Luego tomó una decisión.
—Esperad un segundo —dijo, y se puso en pie y corrió escalera arriba.
Volvió a bajar con un pequeño libro de terciopelo azul en las manos.
—Escribí parte de ello anoche cuando no podía dormir —explicó—. Esto
lo dice mejor de lo que podría hacerlo yo ahora.
Localizó la página, aspiró profundamente y empezó:
17 de octubre
Querido diario:

Me siento fatal esta noche. Y tengo que compartirlo con alguien.
Algo no funciona entre Stefan y yo. Existe una tristeza terrible en su
interior que no puedo alcanzar, y eso nos está separando. No sé qué
hacer.
No soporto la idea de perderle. Pero se siente muy desdichado por algo,
y si él no quiere decirme lo que es, si no quiere confiar en mí, no veo
ninguna esperanza para nosotros.
Ayer, cuando me abrazaba, percibí algo liso y redondo bajo su camisa,
algo colgado de una cadena. Le pregunté en broma si era un regalo de
Caroline. Y él simplemente se quedó como paralizado y ya no quiso seguir
hablando. Fue como si de repente estuviera a miles de kilómetros de distancia, y sus ojos..., había tanto dolor en sus ojos que apenas pude
soportarlo.
Elena dejó de leer y repasó las últimas líneas escritas en el diario en
silencio con los ojos:
Me da la impresión de que alguien le ha herido terriblemente en el
pasado y que no lo ha superado. Pero también pienso que hay algo a lo
que teme, algún secreto que no desea que yo descubra. Si al menos
supiera qué es, podría demostrarle que puede confiar en mí. Que puede
confiar en mí sin importar lo que suceda hasta el final.
—Si al menos lo supiera —susurró.
—¿Si al menos supieras qué? —preguntó Meredith, y Elena alzó los ojos,
sobresaltada.
—Ah..., si al menos supiera lo que va a suceder —se apresuró a decir,
cerrando el diario—. Quiero decir, si supiera que acabaremos rompiendo,
supongo que simplemente querría acabar de una vez. Y si supiera que
todo saldría bien al final, no me importaría nada de lo que sucede ahora.
Pero pasar día tras día sin estar segura es espantoso.
Bonnie se mordió el labio y luego se irguió en su asiento con ojos
chispeantes.
—Puedo mostrarte un modo de averiguarlo, Elena —dijo—. Mi abuela me
contó el modo de saber con quién se casará una. Se llama una cena
silenciosa o un banquete de los difuntos.
—Deja que lo adivine, es un viejo truco druida —comentó Meredith.
—No sé lo antiguo que es —respondió ella—. Mi abuela dice que siempre
ha habido cenas silenciosas. En todo caso, funciona. Mi madre vio la
imagen de mi padre cuando lo probó, y al cabo de un mes estaban
casados. Es fácil, Elena; ¿y qué tienes que perder?
Elena paseó la mirada de Bonnie a Meredith.
—No sé —repuso—. Pero, escuchad, realmente no creeréis...
Bonnie se irguió muy tiesa, con expresión de dignidad ultrajada.
—¿Llamas mentirosa a mi madre? Vamos, Elena, no hay nada malo en
probar. ¿Por qué no?
—¿Qué tendría que hacer? —preguntó la muchacha sin convicción.
Se sentía extrañamente intrigada, pero al mismo tiempo bastante
asustada.
—Es sencillo. Tenemos que tenerlo todo preparado antes de que den las
doce de la noche...
Cinco minutos antes de medianoche, Elena estaba de pie en el comedor
de los McCullough, sintiéndose más estúpida que otra cosa. Desde el patio
trasero llegaban los ladridos frenéticos de Yangtzé, pero dentro de la casa
no se oía ningún sonido, a excepción del pausado tictac del reloj de pie.
Siguiendo las instrucciones de Bonnie, había puesto la enorme mesa de
nogal negro con un plato, un vaso y un único servicio de plata, sin decir ni
una palabra mientras lo hacía. Luego había encendido una única vela en
una candelera en el centro de la mesa y se había colocado detrás de la
silla ante la que estaba dispuesto el cubierto.
Según Bonnie, al dar la medianoche debía echar la silla atrás e invitar a
su futuro esposo a sentarse. En ese momento, la vela se apagaría y vería
una figura fantasmal en la silla.
En un primer momento se había sentido un poco inquieta al respecto,
no muy segura de querer ver ninguna figura fantasmal, aunque fuera la de
su futuro esposo. Pero en aquellos momentos todo parecía tonto e
inofensivo. Cuando el reloj empezó a tocar, se enderezó y sujetó mejor el
respaldo de la silla. Bonnie le había dicho que no lo soltara hasta que
finalizara la ceremonia.
Aquello era una estupidez. Tal vez no debería pronunciar las palabras...,
pero cuando el reloj empezó a dar la hora, oyó su propia voz hablando.
—Entra —dijo con timidez a la habitación vacía, apartando la silla—.
Entra, entra...
La vela se apagó.
Elena dio un respingo en la repentina oscuridad. Había notado el viento,
una fría ráfaga que había apagado la vela. Procedía de las puertas
vidrieras a su espalda, y volvió la cabeza rápidamente, con una mano
puesta aún en la silla. Habría jurado que aquellas puertas estaban
cerradas.
Algo se movió en la oscuridad.
El terror invadió a la muchacha, llevándose por delante su timidez y
cualquier rastro de jocosidad. Cielos, ¿por qué lo había hecho, qué había
buscado? Su corazón se contrajo y sintió como si la hubiesen sumergido,
sin advertencia previa, en su pesadilla más espantosa. No sólo estaba todo
oscuro, sino totalmente silencioso; no había nada que ver y nada que oír, y
ella caía...
—Permíteme —dijo una voz, y una brillante llama chisporroteó en la
oscuridad.
Por un terrible y escalofriante momento pensó que era Tyler, al recordar
su encendedor en la iglesia en ruinas de la colina. Pero a medida que la
vela de la mesa se encendía, vio la mano pálida de largos dedos que la
sostenía. No era el puño rojo y rechoncho de Tyler. Pensó por un momento
que era la de Stefan, y entonces sus ojos se alzaron hacia el rostro.
—¡Tú! —exclamó, estupefacta—. ¿Qué crees que estás haciendo aquí? —
Desvió la mirada de él a las puertas vidrieras, que estaban efectivamente
abiertas y mostraban el césped lateral—. ¿Siempre entras en las casas de
los demás sin que te inviten?
—Pero tú me pediste que entrara.
Su voz era tal y como la recordaba, sosegada, irónica y divertida.
También recordaba la sonrisa.
—Gracias —añadió él, y se sentó con elegancia en la silla que ella había
apartado.
Elena retiró rápidamente la mano del respaldo.
—No te estaba invitando a ti, precisamente —dijo con impotencia,
atrapada entre la indignación y la vergüenza—. ¿Qué hacías merodeando
fuera de la casa de Bonnie?
Él sonrió. A la luz de la vela, su cabello negro brillaba casi como si fuera
líquido, demasiado suave y delicado para ser cabello humano. Su rostro
era muy pálido, pero al mismo tiempo totalmente cautivador. Y sus ojos
atrajeron los de Elena y los retuvieron.
—Es tu hermosura, Elena/ como esas naves niceas de antes/ que por la
mar calma y fragante...
—Creo que será mejor que te vayas ahora.
No quería que siguiera hablando. Su voz le producía sensaciones
extrañas, la hacía sentir curiosamente débil, iniciaba una especie de fusión
en su estómago.
—No deberías estar aquí. Por favor.
Alargó la mano hacia la vela, con la intención de cogerla y abandonarle
allí, luchando contra la sensación de mareo que amenazaba con
dominarla.
Pero antes de que pudiera sujetarla, él hizo algo extraordinario. Atrapó
la mano que ella alargaba, no con brusquedad, sino con gentileza, y la
sostuvo con sus fríos dedos delgados. Luego le giró la mano, inclinó la
morena cabeza y le besó la palma.
—No... —musitó ella, estupefacta.
—Ven conmigo —dijo él, y la miró a los ojos.
—Por favor, no... —volvió a musitar ella, mientras el mundo daba
vueltas a su alrededor.
Aquel joven estaba loco; ¿de qué hablaba? ¿Ir con él adonde? Pero se
sentía tan mareada y desfallecida...
Él estaba de pie, sosteniéndola. Elena se recostó en él, sintió aquellos
dedos fríos en el primer botón de la blusa sobre la garganta.
—Por favor, no...
—No pasa nada. Ya lo verás.
Le apartó la blusa del cuello, sosteniéndole la cabeza con la otra mano.
—No.
Repentinamente, la energía regresó a ella y se apartó violentamente de
él, tropezando contra la silla.
—Te dije que te fueras, y lo decía en serio. ¡Vete... ahora!
Por un instante, una furia absoluta se agolpó en los ojos del joven, en
forma de oscura oleada amenazante. Luego volvieron a tranquilizarse y a
recuperar la frialdad y él le sonrió, con sonrisa veloz y radiante que apagó
de nuevo instantáneamente.
—Me iré —dijo—. Por el momento.
Elena sacudió la cabeza y contempló cómo salía por las puertas
vidrieras sin decir una palabra. Una vez se hubieron cerrado detrás de él,
permaneció inmóvil en medio del silencio, intentando recuperar el aliento.
El silencio..., pero no debería haber silencio. Giró en dirección al reloj de
pie perpleja y vio que se había detenido. Pero antes de poder examinarlo,
oyó las voces exaltadas de Meredith y Bonnie.
Salió corriendo al vestíbulo, sintiendo la poco habitual debilidad en sus
piernas mientras volvía a colocarse bien la blusa y la abotonaba. La puerta
trasera estaba abierta, y vio dos figuras en el exterior, inclinadas sobre
algo caído en el césped.
—¿Bonnie? ¿Meredith? ¿Qué sucede?
Bonnie alzó la vista cuando Elena llegó junto a ellas. Tenía los ojos llenos
de lágrimas.
—Elena, está muerto.
Con un horrorizado escalofrío, Elena bajó la mirada hacia el pequeño
bulto a los pies de Bonnie. Era el pequinés, tumbado muy rígido de
costado, con los ojos abiertos.
—Oh, Bonnie —dijo.
—Era viejo —dijo su amiga—, pero nunca esperé que se fuera tan
aprisa. Apenas hace un poco que ladraba.
—Creo que será mejor que entremos —dijo Meredith, y Elena alzó los
ojos hacia ella y asintió.
Esa noche no era adecuada para estar fuera en la oscuridad. Tampoco
era una noche para invitar a entrar cosas del exterior. Lo sabía ahora,
aunque seguía sin comprender qué había sucedido.
Fue al regresar a la sala de estar cuando advirtió que su diario había
desaparecido.
Stefan alzó la cabeza del cuello suave como terciopelo de la hembra de
gamo. El bosque estaba inundado de ruidos nocturnos, y no pudo estar
seguro de cuál le había molestado.
Con el Poder de la mente de Stefan distraído, el ciervo salió de su
trance, y el chico sintió cómo los músculos de la hembra se estremecían
mientras intentaba incorporarse.
«Márchate, pues», pensó, recostándose y liberándola por completo. Con
una contorsión y un empujón, el animal se levantó y huyó.
Había tenido suficiente. Quisquillosamente, se lamió las comisuras de la
boca, sintiendo cómo los colmillos se retraían y perdían su filo,
extremadamente sensibles como siempre tras una alimentación
prolongada. Empezaba a resultarle difícil saber cuánto era suficiente. No
había sentido mareos desde lo ocurrido junto a la iglesia, pero vivía
temiendo su regreso.
Vivía con un miedo concreto: que recuperaría los sentidos un día, con la
mente confusa, y se encontraría con el grácil cuerpo de Elena inerte en
sus brazos, la fina garganta marcada con dos heridas rojas, el corazón
detenido para siempre.
Eso era lo que podía esperar.
La sed de sangre, con toda su miríada de terrores y placeres, era un
misterio para él, incluso en la actualidad. Aunque había vivido con ella
diariamente durante siglos, seguía sin comprenderla. Como un humano
vivo, sin duda se habría sentido repugnado, asqueado, por la idea de
beber el sustancioso y cálido líquido directamente de un cuerpo vivo. Es
decir, si alguien le hubiese propuesto tal cosa en tales términos.
Pero no se habían utilizado palabras esa noche, la noche en que
Katherine le había cambiado.
Incluso después de todos esos años, el recuerdo era nítido.
Estaba durmiendo cuando ella apareció en su habitación, moviéndose
con tanta suavidad como una visión o un fantasma. Él dormía, solo...
Llevaba puesto un fino camisón suelto de hilo cuando fue a él.
Era la noche anterior al día que ella había designado, el día en que
anunciaría su elección. Y fue a verle a él.
Una mano blanca separó las cortinas que rodeaban el lecho, y Stefan
despertó del sueño, incorporándose alarmado. Cuando la vio, con los
cabellos de un dorado pálido brillando sobre sus hombros, los ojos azules
sumidos en sombras, la sorpresa lo dejó mudo.
Y el amor. Nunca había visto nada más hermoso en su vida.
Tembló e intentó hablar, pero ella posó dos dedos fríos sobre sus labios.
—Silencio —susurró la joven, y el lecho se hundió bajo el peso de
Katherine.
El rostro de Stefan se encendió, su corazón palpitaba atronador de
vergüenza y emoción. Nunca antes había habido una mujer en su lecho. Y
aquélla era Katherine; Katherine, cuya belleza parecía proceder del cielo;
Katherine, a la que amaba más que a su propia alma.
Y porque la amaba, realizó un gran esfuerzo. Mientras la muchacha se
deslizaba bajo las sábanas, acercándose tanto a él que pudo sentir el
frescor del aire nocturno en la fina prenda que la cubría, consiguió
finalmente hablar.
—Katherine —susurró—. Podemos... esperar. Hasta que estemos
casados por la Iglesia. Haré que mi padre lo organice la semana que viene.
No... no transcurrirá mucho tiempo...
—Silencio —musitó ella otra vez, y él sintió aquel frescor de su piel.
No pudo contenerse; la rodeó con los brazos, sujetándola contra él.
—Lo que hacemos ahora no tiene nada que ver con eso —siguió ella, y
alargó los delgados dedos para acariciar su garganta.
El comprendió. Y sintió como un ramalazo de temor, que desapareció a
medida que los dedos de ella siguieron acariciándole. Deseaba eso,
deseaba cualquier cosa que le permitiera estar con Katherine.
—Recuéstate, amor mío —susurró ella.
«Amor mío.» Las palabras zumbaron en su interior mientras se
recostaba en la almohada, inclinando la barbilla hacia atrás para dejar al
descubierto la garganta. Su miedo había desaparecido, reemplazado por
una felicidad tan grande que pensó que lo haría pedazos.
Percibió el suave roce de sus cabellos sobre su pecho, e intentó calmar
su respiración. Sintió el aliento de la joven en su garganta, y luego los
labios. Y a continuación los dientes.
Sintió un dolor punzante, pero se mantuvo muy quieto y no profirió
ningún sonido, pensando sólo en Katherine, en cómo deseaba ser de ella.
Y casi al momento el dolor cesó y sintió que le extraían la sangre del
cuerpo. No era terrible, como había temido. Era una sensación de dar, de
alimentar.
Luego fue como si sus mentes se fusionaran, convirtiéndose en una.
Sentía la alegría de Katherine al beber de él, su deleite al tomar la cálida
sangre que le proporcionaba vida. Y él supo que ella percibía su deleite al
dársela. Pero la realidad se alejaba, los límites entre los sueños y el
despertar se desdibujaban. No podía pensar con claridad; no podía pensar
en absoluto. Sólo era capaz de sentir, y sus sentimientos ascendían en
espiral sin pausa, elevándolo más y más, cortando sus últimos lazos con la
vida terrenal.
Algo más tarde, sin saber cómo había ido a parar allí, se encontró en los
brazos de ella. Lo acunaba como una madre sujetando a un bebé, guiando
su boca para que se posara en la carne desnuda justo por encima del escote de su camisón. Allí había una herida diminuta, un corte que
aparecía oscuro sobre la piel pálida. No sintió ni miedo ni vacilación, y
cuando ella le acarició los cabellos para darle ánimos, empezó a succionar.
Frío y meticuloso, Stefan se sacudió la tierra de las rodillas. El mundo de
los humanos dormía, sumido en un sopor, pero sus propios sentidos
estaban agudizados como un cuchillo. Debería haberse saciado, pero
volvía a tener hambre; el recuerdo había despertado su apetito.
Ensanchando las fosas nasales para captar el rastro almizcleño del zorro,
inició la caza.

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